Por Amalia del Cid
Ante la computadora, el patriarca José “Chepito” Zelaya, campesino por oficio, herencia y convicción, solía desesperarse. Podría decirse que siguió adelante porque en su terquedad nunca aprendió a renunciar. A fin de cuentas, no todo el mundo empieza a usar el Internet cruzada la línea de los 80 años de edad, ni sigue estudiando después de los 70, ni encamina a la universidad a ocho hijos a punta de moler caña.
Ahora, temblorosa e incierta, su mano se posa sobre el “ratón” y las noticias comienzan a desfilar en la pantalla. “Chepito” lee sin anteojos, con el curtido sombrero de paja calado hasta las orejas. Se detiene, por ejemplo, al ver la palabra “terremoto” y exclama con su vacilante voz de anciano: “¡Ve, fue en Panamá la cosa!”. Así se informa diariamente de lo que ocurre en Nicaragua y el resto del mundo, y a veces se topa con esas nuevas —y viejas— que le causan grandes disgustos. A El Espino no llegan los periódicos, dice, por eso aprendió a usar el Internet.
Nació en ese pueblito fronterizo de San Juan de Cinco Pinos, Chinandega, hace 88 años, cuando en la zona “todo era montañas y solo había tres casas”. Fue criado por un tío. Sabemos que su padre trabajaba la tierra y la caña de azúcar, pero nadie podría decir con precisión cómo fue su madre, porque ni siquiera él la recuerda. Él se llamaba Jacinto Mejía; ella, Domitila Zelaya Escalante. Él se casó con otra, ella renunció a vivir.
“Yo tenía cuatro años cuando ella murió. Solo recuerdo un bulto acostado. Cuando mi papá se fue, le vino una depresión, una tristeza, y de ahí como locura, pero no todo el tiempo. Ese fue el sufrimiento de ella y yo también sufría”, recuerda “Chepito”, sentado en la sala donde atiende el negocio de su vejez: una farmacia de dos vitrinas que tiene desde aspirinas hasta pescaditos de dulce y ovillos de lana.
Por ahí, en los muchos retratos de la pared, está el de Paula Cruz Blandón, la mujer que lo ayudó a construirse a sí mismo. Ella fue la otra mitad de la naranja, por así decirlo. E hizo tanto como él para encaminar a sus hijos por las veredas de la educación. De modo que a la fecha sus descendientes han logrado llevar el Internet, la energía solar y el agua potable al aislado pueblo de El Espino. “Antes de 1998 no había nada de eso por aquí”, afirma Nellys Zelaya, la hija menor.
De alguna manera, esta historia trata de los dos. Porque “Chepito” no sería sin Paula ni Paula habría sido sin “Chepito”.
ALGO LLAMADO INTERNET
—¿Cómo entro a esta chochada? ¡Ayudame, que no le entiendo! —solicitaba un irritado “Chepito” a sus hijos. Solía llamarlos por radiocomunicador hasta el trapiche de caña donde toda la vida se partió la espalda trabajando, para preguntarles los detalles básicos de la navegación en Internet. Y desde ahí recibía instrucciones. Su esposa, Paula, hacía otro tanto. Con la diferencia de que a ella las nuevas tecnologías se le daban mucho mejor.
Siempre les gustó el estudio, dicen sus hijos. “Chepito” aprendió sus primeras letras desde niño, pero a medio camino abandonó la escuela, porque debía trabajar en el campo. La tierra no espera. Había que chapodar, sembrar hortalizas, arrear bueyes y aporrear los frijoles. Sin embargo, retomó el camino durante la cruzada de alfabetización de los años ochenta.
A doña Paula, en cambio, su padre le prohibió estudiar, porque la escuela “no era para las mujeres”. Y tuvo que pedir ayuda a sus hermanos, que sí iban a clases, para medio aprender a leer. “No hay nada peor que ser analfabeto”, les decía, muchos años más tarde, a sus propios hijos.
Hubo tiempos de escasez en que en la casa solo se comía tortilla con sal y se bebía café revuelto con maíz. Pese a ello, nadie dejó de estudiar. “Chepito” se fue a vivir con su familia al propio Cinco Pinos, pese a que el pueblo no le gustaba —ni le gusta— mucho. Esto para que sus hijos no tuvieran que caminar siete kilómetros para ir a clases, como hizo él cuando era niño.
Con el tiempo, los retoños ganaron becas y se fueron de la comarca, rumbo a un mejor destino. Hoy la familia cuenta con un matemático, dos licenciados en Ciencias Sociales, un abogado, dos médicos, una ingeniera agrónoma y una ingeniera en sistemas.
Dos de ellos, Elmer y Edelberto, se han esmerado por años para canalizar inversión europea al pueblo que los vio nacer. Así le han procurado un poco del progreso que nadie antes había llevado. Ninguno se olvidó del terruño. Ni siquiera Elmer, filósofo y médico epidemiólogo graduado en Suecia.
A esa graduación viajó “Chepito”. “Pasamos por ahí donde está La Haya. ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Holanda! Luego fuimos a Amsterdam y de ahí volamos a Suecia”, cuenta entusiasmado. Para él, esa ha sido unas de las ocasiones más memorables de su vida. No obstante, agrega: “Es bonito, muy bonito. Pero no cambio a mi país. Eso solo es agua y lo mío es la tierra”.
AUTODIDACTA
Hace unos años, cuando se presentó la oportunidad de ingresar a un programa de educación de adultos, ni corto ni perezoso “Chepito” se apuntó. Comenzó a garabatear las cartillas en casa, para no perder la costumbre, y en el 2000 finalmente culminó su primaria. Fue el “más viejo” y el mejor alumno de la promoción.
“Es que a mí siempre me ha gustado leer”, explica. Le gustan los almanaques y guarda como un tesoro cada periódico que llega a caer en sus manos. También recita poesía.
“No quisiera decir lo que he mirado a través del cristal de la experiencia; el mundo es un mercado donde se compran honores, voluntades y conciencias”, susurra con voz cansada. “Se llama Verdades Amargas. ¿Lo conoce?”.
Desde hace tres años anda un poco solo por este mundo. Doña Paula partió el 3 de febrero de 2011 y él todavía la contempla en los retratos de la pared. “Nos conocimos cuando yo tenía 24 y ella 17”, comenta. A su suegro, añade, no le importó que él fuera pobre.
Quizás miró en él cierto carácter fuerte, el mismo que impidió que dejara hijos por fuera del matrimonio, le agarra gusto al alcohol o fumara. “Cerveza solo a la fuerza”, asegura.
“Chepito” es terco. Terco para lo bueno y para lo malo. Por ejemplo, no ha dejado de trabajar en el trapiche, la farmacita y algunas labores de campo, porque está convencido de que si lo hace se “tulle”. Pero también ha insistido en seguir trepando a los árboles y hace unos días sus hijos corrieron a bajarlo del cucurucho de la casa, adonde subió para reparar las tejas.
Su religión es no hacer daño a nadie y ayudar a quien pueda ser ayudado, asegura. Por eso no va la iglesia. A veces pasan los vecinos y desde la calle le gritan:
—“Chepitó”, ¿cuándo vas a ir a misa?
Y él, rebelde como siempre, alza la vista y contesta:
—¡Cuando se case el cura!
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