Por Maynor Salazar
Para todos los que vivimos en Managua, no tenemos un carro y tampoco para pagar un taxi, viajar en bus es una opción irremediable. Que los buses no sirven, que el pasaje ahora se paga con tarjetas electrónicas, que en las horas pico los conductores se esmeran en montar tantos pasajeros como les sea posible, que se debe ir “ojo al cristo” para que no te roben. Toda esta información la manejamos muy bien, pero a veces la olvidamos.
Lo digo porque nunca falta la persona que aborda el bus con un celular costoso que, generalmente, presume cuando contesta una llamada o un mensaje. El fenómeno lo he notado más desde que hace seis meses abordo la ruta 104 a las 6:30 de la mañana para ir a clases de natación. Siempre que me monto en la ruta, una muchacha universitaria que se sube dos paradas después que la mía, paga su pasaje, avanza hasta la mitad de la unidad de transporte, se aferra a los respaldares de los asientos para no caerse y sujeta un Iphone 5 que usa para chatear de forma empedernida.
Durante estos seis meses, la rutina siempre ha sido la misma. Ella se monta, hipnotizada con su celular, paga con su tarjeta TUC, camina hasta el medio, y se ríe de lo que lee, goza de lo que contesta, la plática siempre parece ser interesante. Solo lo guarda cuando su receptor tarda en contestar, pero si vuelve a vibrar, la koinonía con el aparato y la persona del otro lado, regresa. Durante estos seis meses todo había sido casi la misma escena, sin embargo hace dos semanas la comunión de la muchacha y su celular iba a terminar.
Ese día me senté en el último par de asientos del lado derecho, y puse mis audífonos para tener un viaje más tranquilo. La universitaria se montó después, y en la parada siguiente, tres mujeres, no tan viejas ni tan jóvenes, se subieron tan rápido como pudieron. Ese día el bus no iba tan lleno (es decir, no como sardina enlatada) y desde atrás se observaba todo a placer.
Las mujeres, que se rieron de forma escandalosa cuando se montaron a la ruta, pasado veinte segundos, se hicieron un cruce de miradas y de forma normal se ubicaron atrás y a la par de la universitaria. Nada extraño, consideré, tomando en cuenta que cualquier persona se podía quedar en el mismo sitio por comodidad. Cualquier persona, menos estas tres señoras.
El bus seguía su curso, y más gente se subió en él. Las tres mujeres dejaron avanzar a un resto de usuarios y después bloquearon la pasada, provocando una congestión en la zona de adelante de la unidad de transporte. La universitaria, con su celular en mano, no se dio cuenta de nada, hipnotizada, seguía en su faena. Las mujeres, sí se percataron del costoso aparato, y nuevamente se lanzaron miradas.
La muchacha guardó su teléfono en la bolsa delantera de su pantalón. Las señoras observaron a la joven, yo las observaba a ellas. La paranoia me convencía de que estaba a la vista de un robo. Quizá solo yo miraba algo sospechoso, porque después nadie se detenía un segundo en la escena que yo presenciaba.
La mirada que por unos ocho minutos clavé en aquella escena se interrumpió por el grito de un niño recién nacido que pedía a su mamá leche, la imagen me pareció tierna y de repente el bus frenó de forma abrupta. Un grito de “me robaron” se escuchó en la parte de adelante. Era la universitaria, que miraba incrédula a todas las personas. Las tres mujeres ya no estaban en sus posiciones iniciales. De hecho, solo una había quedado a la par de la joven. Las otras dos estaban en la puerta de salida. Pidieron bajarse y salieron como si nada.
La muchacha seguía con la cara angustiada, la mujer que quedó a su par vociferaba que en Managua ya no había vergüenza, las personas solo escuchaban y buscaban al ladrón. Parecía todo irreal. En cuestión de segundos un celular, de más de 700 dólares, había desaparecido. Nadie había visto nada, y yo me arrepentía de no haber seguido observando esa escena. Quizá hubiera visto al ladrón, tal vez hubiera alertado sobre el robo. Pero no, pudo más el grito del cipote pidiendo leche.
La joven, que buscaba la salida del bus con su cara triste, era acompañada por la señora. Ambas bajaron en la misma parada. Ella porque tenía que entrar a su recinto universitario y la mujer, no terminé de entender el porqué. El bus siguió su curso, yo todavía seguía intrigado con el suceso y cuando bajé de la ruta, un anciano que venía a mi par y cruzó la carretera conmigo, me soltó unas palabras.
—Yo vi cómo fue el robo —dijo—. Las tres mujeres aprovecharon el frenazo del bus para rodear más a la muchacha y la que se quedó vociferando lo del robo fue quien sacó el celular y lo pasó a sus dos cómplices.
Le pregunté por qué no dijo nada y respondió que esas mujeres son peligrosas, tienen cuchillos, que no caminan solas y siempre las acompañan dos hombres.
—Por hacer el bien, me podían joder —argumentó el anciano y giró en dirección contraria a la mía.
Al día siguiente la muchacha se montó en la ruta, esta vez llevaba en su mano un celular “chiclero”. Parecía que había olvidado lo del día anterior, su sonrisa estaba intacta, su mirada se dirigía a la pantalla, leía lo que recibía y contestaba con rapidez. Su rutina no se vio alterada por el robo. Y mientras ahora ella va tranquila, yo observo a cuanta persona “sospechosa” se monta en el bus. Veo sus miradas y ahora más que antes cuido mi celular. Al final uno nunca sabe cuándo la idiotización del celular puede convertirte en víctima de robo.
Ver en la versión impresa las paginas: 17