Por Amalia del Cid
Su familia recuerda a Saralyz como una criatura vivaracha y sensible que “lloraba por todo”. Llegó llorando a casa, por ejemplo, el día que le anotaron 15 goles, cuando era la arquera del Colegio Bautista, en Managua. Por entonces no tenía mayor preocupación que la de sacar buenas notas y no permitir tantas goleadas. Podía dedicarse a su gran pasión: la danza. Podía ser alegre y coqueta. En fin, podía ser ella. Faltaban algunos años para que conociera al hombre que la destruiría en cuerpo y espíritu.
Era la hija mayor de Ruth Mena, maestra de primaria, y Francisco González, subcomisionado de la Policía Nacional. Destinada a ser una madrugadora, nació el 14 de julio de 1975 a las 2:00 de la mañana, en el hospital de Masaya. Fue llamada Johanna por una tía y Saralyz, por “Sara”, “princesa”.
Por un tiempo los niños, de 10 y 8 años, fueron blanco de preguntas indiscretas en sus colegios y sufrieron al ver las transmisiones de algunos canales de televisión, donde continuamente se exhibía la imagen de su madre.
Los pequeños están estudiando karate y su abuela dice que son muy estudiosos. Extrañan mucho a su madre.
“En el Ministerio de Educación dijeron que nos iban a dar el seguro doble, porque la muerte de ella fue un accidente. Pero en Iniser dijeron que es una muerte natural”, cuenta Mena.
Al terminar el bachillerato ingresó a la Escuela Normal a fin de seguir los pasos de su mamá. “La situación económica de la familia no daba para más”, cuenta la madre, con la perenne voz triste que su hija le dejó el Martes de Pascua que la mataron.
Teresa, su hermana menor, la vio entrar a su cuarto a eso de las 5:00 de la mañana de ese 22 de abril, sacudiendo su abundante pelo negro y preguntando por el delineador café. “Es el último recuerdo que tengo de ella”, dice. Pero si retrocede en la memoria, la ve sonriente, vestida con huipil. “Ella bailaba”, dice sollozando. “¡Cómo bailaba! Era su delirio”.
Irónicamente fue el baile lo que la llevó a la Academia de la Policía Nacional. Llegó como profesora de danza y ahí conoció a José Esteban Vílchez, cinco años menor que ella. Con tres meses de noviazgo formal, en mayo de 2003, se casaron por lo civil, la Iglesia católica y la fe bahai. Apenas un año después, el esposo le pegó públicamente por haber llevado a su hija a la casa de la abuela. “La llegó a buscar al colegio donde trabajaba”, asegura doña Ruth. Es el antecedente más claro de un horrible desenlace.
Una semana después, según doña Ruth, José Esteban entró de rodillas a la casa de su suegra y Saralyz lo perdonó. Teresa dice que en los años que siguieron su hermana “se fue apagando”. Dejó a sus hijos, una niña y un niño, al cuidado de su madre y a veces aparecía con moretones en las piernas, explicando que la habían “golpeado en el bus”. Ya casi no salía y si lo hacía volvía con miedo. Se aisló.
En el mes que antecedió a su muerte, volvió a encontrar la tranquilidad. Al fin había decidido separarse de su verdugo. Cocinaba para sus hijos, salía a despedirlos cuando se iban al colegio, planeaba la fiesta de graduación de sexto grado de su niña y estaba tramitando su título de licenciada en Sociología en la Universidad Centroamericana (UCA).
Todo acabó la mañana del Martes de Pascua de 2014, cuando José Esteban la mató con una bayoneta, en la entrada del Colegio Cristo Rey, en Tipitapa, donde ella impartía tercer grado. Más tarde testigos del crimen contaron que sus últimas palabras fueron: “Dejame en paz”. Al final, eso era todo lo que ella pedía: paz.
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