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Cuando el Sol no quiso salir

El Sol seduce y posee sexualmente a la hermosa ninfa oceánica Clímene, poco antes de que ella se case con Mérope, rey de Etiopía.

Apropósito del Sol (Helios o Apolo, las dos representaciones divinas del Sol para los antiguos griegos), el poeta clásico latino Publio Ovidio Nasón cuenta en su obra Las Metamorfosis la leyenda de Faetón.

El Sol seduce y posee sexualmente a la hermosa ninfa oceánica Clímene, poco antes de que ella se case con Mérope, rey de Etiopía.

Cuando Clímene llega al matrimonio está embarazada del Sol. Pero el rey etíope no lo sabe, cree que la criatura que va a nacer es suya, de hecho ni siquiera sospecha que no podría serlo. Sin embargo la madre pone al bebé el nombre de Faetón, que significa “radiante” o “brillante”, sugiriendo de esa manera que es hijo del Sol.

Cuando Faetón crece, Clímene le revela que su verdadero padre es el Sol. Faetón se llena de orgullo por su ascendencia divina y, lleno de júbilo, lo cuenta a sus amigos. Pero nadie le cree, más bien lo hacen objeto de burlas.

Molesto por la incredulidad y las burlas de sus amigos, Faetón va en busca del Sol para pedirle que lo reconozca como su hijo y que lo haga saber al mundo, porque él (Faetón) se siente muy orgulloso de que sea su padre.

El Sol se emociona ante la muestra de admiración filial de su hijo y le dice: “Pídeme lo que quieras y juro que te lo concederé, como recompensa por no haberte reconocido antes”.

Faetón, quien todavía es muy joven y por lo tanto imprudente, impulsivo y osado, pide al Sol que le permita conducir el carro de fuego con el que cada día viaja por el espacio para iluminar, dar vida y energizar a la Tierra. De esa manera Faetón piensa convencer a sus amigos de que realmente es hijo del Sol.

El Sol vacila ante la petición de Faetón porque sabe el peligro que entraña concedérsela. Pero no puede faltar a su juramento y accede al deseo de su hijo, no sin antes darle serios consejos de cómo conducir el carro de fuego.

Faetón toma las riendas de los caballos que jalan el carruaje, pero las divinas bestias no reconocen la mano del improvisado e inexperto conductor, se encabritan, hacen bruscos virajes, suben muy alto hasta casi quemar el Cielo y bajan bruscamente hasta provocar grandes incendios en la Tierra.

Gea, la diosa representativa de la Tierra, acude ante Zeus para que detenga a Faetón y el dios olímpico lanza un rayo contra el carro de fuego que conduce el imprudente joven. El carro se precipita a tierra, los caballos no mueren porque son inmortales pero Faetón cae en el Erídano (uno de los cinco ríos que cruzan el inframundo, reino del dios Hades) y se ahoga en sus aguas.

Cicno, un hermano de Faetón que mucho lo amaba, se entristece tanto con su muerte que va a la orilla del río para llorarlo y se queda allí hasta envejecer. Los dioses se apiadan, cambian sus canas por blancas plumas y lo convierten en cisne.
Las Helíades, hijas de Helios (el Sol) e igualmente hermanas de Faetón, también van a las orillas del Erídano a derramar su llanto y se convierten en álamos que se estremecen por el dolor que les ha causado la muerte de Faetón.

El Sol, ante la trágica muerte de su hijo se llena de dolor y resentimiento, se aísla en un rincón del universo y no quiere salir más en el carro de fuego para cumplir su diaria tarea de alumbrar y dar vida y energía al mundo.

Ante la ausencia del Sol la oscuridad y el frío se apoderan de la Tierra. La vida de la gente, los animales, los bosques, de toda la naturaleza, está amenazada con la extinción.

Alarmado, Zeus pide a Cronos, Poseidón, Ares, Hefesto, Hermes y Dionisio que lo acompañen para ir a convencer al Sol de que debe volver a la realidad. Les cuesta mucho, pero finalmente lo persuaden para que regrese a cumplir su tarea de todos los días, y así, el Sol vuelve a brillar para todos y el mundo de los mortales se salva de la extinción.
Cuenta Ovidio que en el lugar del Erídano donde murió Faetón, las náyades (ninfas de los ríos) colocaron una lápida con el siguiente epitafio: “Aquí quedó Faetón, auriga del carro paterno que no dominó y sucumbió por su gran osadía”.

Columna del día Luis Sánchez

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