El Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 reza así: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones…”.
El derecho fundamental a la libertad de expresión fue concebido en Europa en el siglo XVII para el avance cultural e intelectual de los pueblos mediante el razonamiento. La idea de los filósofos, dentro del movimiento de “La Ilustración”, fue impartir enseñanzas revolucionarias en cuanto al progreso de los conocimientos racionales que habrían de llevar al imperio de lo ético. El fin consistía en disipar las tinieblas de la sociedad, enseñándole al individuo a pensar por sí mismo como antídoto al absolutismo y dictaduras que se alimentan de la ignorancia de los pueblos. Eventualmente esto desemboca en la Revolución estadounidense, la Revolución francesa y la Revolución Industrial inglesa.
Lamentablemente, en nuestra cultura, hasta las personas serias y con elevadas responsabilidades optan por tildar de besugo, insensato, irreflexivo, irrazonable a todo aquel que no esté de acuerdo con ellos. La marcada intolerancia y la inclinación a humillar a otros las hace ignorar que al lanzar sus epítetos nos disminuyen a todos como sociedad y nos sumergen en el oscurantismo. La capacidad de las personas para entender, comprender y resolver problemas no tiene ni puede encontrar uniformidad. Todos pensamos, razonamos, asimilamos, procesamos información, utilizamos la lógica, percibimos, memorizamos y almacenamos conceptos de diferente manera.
El que algunos cuestionemos la intención y efectividad del diálogo propuesto al presidente inconstitucional de Nicaragua, Daniel Ortega, por el secretario general de la OEA, no es cuestión de insensatez o torpeza, sino que es cuestión de razonamientos diversos, de profundidad personal en la elaboración de información y empleo de la lógica. Tampoco significa que los que emitimos tales opiniones seamos extremistas, amantes de conflictos perpetuos, guerras o violencia. Vale apuntar que a raíz de los eventos relacionados con dicha propuesta de diálogo, la congresista de más alto rango en el Congreso de los Estados Unidos (compositora de la iniciativa de ley conocida como “Nica Act”), Ileana Ros-Lehtinen expresó que le horrorizaba que la OEA haya caído en la trampa de Ortega. Esto, bajo ninguna circunstancia, convertiría instantáneamente a la honorable señora Ros-Lehtinen en una persona insensata y extremista.
Dado que toda comunicación es interactiva y siempre encierra un cierto nivel de expresión de ideas e intenciones, la OEA —como organismo supranacional— estaba obligada a establecer un intercambio de textos y discursos o de cualquier otro instrumento —en los que sin duda esa institución posee gran nivel de competencia— con el Gobierno de Nicaragua desde hace muchos años. Nada justifica la espera de la hora 12 para establecer diálogos sordos.
Dado que cualquier tipo de interacción verbal o escrita produce entendimiento o, al menos, abre las puertas a inferencias importantes, lo práctico debe anteponerse a lo normativo, siempre y cuando la intención atienda a consideraciones éticas; siempre y cuando la intención de mejorar una situación sea genuina. El problema es que Ortega invariablemente logra anteponer su propia agenda. Él sabe que todo intento de apaciguarlo lo pagamos con el alto precio de sus numerosas promesas rotas. Él sabe cómo explotar cada uno de nuestros errores.
Por eso cabe preguntarse: ¿Será que los que apoyan este diálogo estarán influenciados —erróneamente— por los diálogos socráticos escritos por Platón? Específicamente pienso en Critón. En esa obra Platón provoca al lector a reflexionar si el ciudadano tiene el deber y la obligación de someterse a cualquier capricho del Estado, por injusto que este sea y aunque le cuesta la vida.
Critón, discípulo de Sócrates, intenta rescatar a este de la prisión donde espera ser ejecutado por una condena injusta. En el intercambio, Sócrates argumenta que él debe ser guiado por la razón, y finalmente convence a Critón que sería injusto que él no cumpliera su condena, ya que las leyes obligan al individuo a manera de un contrato social; ya que la relación ley-ciudadano es como de padre-hijo o amo-esclavo y nunca es bueno responder a lo injusto con injusticia.
Yo estoy confiado que el verdadero Sócrates habría pensado que todo eso es absurdo.
El autor es economista y escritor.