Los integrantes del Consejo Supremo Electoral (CSE), responsables de varios fraudes electorales, con una seriedad digna de mejor causa, se presentaron para anunciar al pueblo nicaragüense sus resultados de la reciente farsa electoral. Según ellos, la participación ciudadana fue de 68.2 por ciento, superior a la de los comicios del 2011, y la abstención menor que en 2011: de tan solo el 31.6 por ciento.
En cualquier país donde se respeten las leyes, esta comparecencia sería vista como una escena extraída quizás de las páginas de una novela del “realismo mágico”. Estos señores, responsables de administrar procesos electorales anteriores viciados por un cúmulo de anomalías e irregularidades denunciadas por observadores electorales nacionales e internacionales, quieren hacernos creer algo que contradice lo que todos pudimos ver el domingo pasado: la raquítica cuando no nula asistencia de los votantes a las urnas electorales. Quieren que creamos que la votación para diputados fue mayor que para presidente, algo nunca antes visto.
Estos señores son los mismos que se apresuraron a tener como “escrita en piedra” una sentencia de nuestra Corte Suprema de Justicia, que declaró inconstitucional un precepto de la Constitución Política de la República para permitir la reelección del actual presidente, pese a la doble prohibición constitucional contenida en el artículo 147Cn., ahora ya reformado.
Todo esto podría mover a risa si no fuera trágico, desde luego que se trata de un asunto muy serio para el destino del país. Lo que está en juego es el respeto a la voluntad popular. Lo que está en juego es el sagrado derecho a elegir libremente y nuestro futuro como país.
La ciudadanía gritó, con su ausencia y asumiendo su responsabilidad cívica: ¡No a la farsa electoral! ¡No al simulacro que nos quieren vender como expresión de la voluntad popular, para “urgir” como triunfadores a la pareja presidencial y poner las bases de una dictadura dinástica!
La ciudadanía, la sociedad civil organizada, y no solo los partidos políticos, deben encabezar la lucha cívica que traduzca, el admirable comportamiento de los que se abstuvieron de avalar la farsa, en una propuesta institucional que permita garantizarle al pueblo de Nicaragua un proceso electoral justo y transparente, cuyos resultados reflejen fielmente la voluntad soberana del pueblo nicaragüense.
La Carta Democrática Interamericana señala, como uno de los elementos esenciales de la democracia representativa, “la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo”. Para garantizar ese derecho es necesario contar con un CSE creíble, integrado por personas idóneas, honestas e independientes. Es indispensable una auditoría a fondo del padrón electoral y asegurar que todos los ciudadanos aptos para votar tengan su cédula de identidad, superando el manejo partidario de la cedulación. Se requiere la reestructuración interna del poder electoral, actualmente en manos de funcionarios afines al orteguismo, y que se invite a los organismos nacionales e internacionales de observación electoral reconocidos por su seriedad y profesionalismo.
La presencia del secretario general de la OEA en el país, el próximo primero de diciembre, debería significar, incluso para el orteguismo, una oportunidad para corregir todo lo que condujo al colapso electoral, mediante la celebración de un diálogo nacional inclusivo, con los sectores que realmente representan el clamor nacional por una salida institucional y democrática a la insostenible e ilegítima situación a que nos ha llevado el empecinamiento del orteguismo de perpetuarse en el poder.
No se trata de montar un contubernio con los proclives a los pactos prebendarios o exclusivamente con quienes lo que más les interesa es el buen clima de negocios. Se trataría de un diálogo serio y responsable, auspiciado por la OEA, que nos dé la oportunidad de sacar al país del atolladero en que nos encontramos, amenazados con la casi segura aprobación de la ley conocida como la “Nica Act”, que traería graves consecuencias a la economía del país. De este diálogo debería surgir un consenso nacional para recuperar la institucionalidad democrática, el Estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos y la garantía de un proceso electoral justo y transparente.
Si Ortega, quien por su ambición es el responsable de que nos encontremos al borde del precipicio, no aprovecha esta oportunidad, él será quien asuma las consecuencias.
El autor es jurista y catedrático.