En el camino de todos los días y en las relaciones con las personas que vivimos nos encontramos con un mundo demasiado rico en palabras. Es necesario pasar de la retórica a la realidad. Hablamos demasiado; es la hora de hablar menos y hacer más ya que hoy las palabras ya no son creíbles.
Ayer la palabra tenía cierto valor: creíamos con facilidad en lo que el otro nos decía. Entre nosotros se solía decir: “Lo juro”… “Palabra de honor”… “palabra de Dios”…
Ayer la palabra era moneda fuerte; era una joya creíble. Hoy la palabra es tan abundante que está rebajada de precio, está devaluada; no es moneda fuerte. Hoy vale más un papel que una palabra y ni entre hermanos vale la palabra. Lo que vale es el escrito y ante notario. Hoy no “comemos cuentos; no creemos al otro ni aunque se ponga en cruz. Y es que, las palabras que no van seguidas de hechos, no valen nada”.
Cuando los discípulos de Juan buscan a Jesús para saber si es el Mesías. (Mt. 11, 2-11), Jesús les respondió: “Vayan y digan a Juan lo que han visto y oído: Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt. 11, 4-5).
Jesús no les dio un rollo para demostrarles con un discurso lleno de palabrería que él era el Mesías esperado. Les dice: “Oigan y vean” (Mt. 11, 4). Y es que solo la vida y los hechos confirman la veracidad de las palabras.
Las palabras se hacen creíbles por la realidad de nuestra manera de obrar. No hay otro secreto para que la palabra sea creíble sino el secreto de los hechos. La palabra tiene autoridad, cuando va avalada por la vida. Por eso, decían de Jesús: “Este hombre sí que habla como quien tiene autoridad” (Mt. 7, 29). De los fariseos nadie se fiaba porque “decían y no hacían” (Mat. 23, 3).
Por mucho que hablen unos esposos entre sí, si la vida no avala sus palabras, nunca se creerán el uno al otro. Por mucho que hablen los hijos con los padres y los padres con los hijos, si sus hechos dicen otra cosa, nunca se creerán los unos a los otros.
Por mucho que nos hablen los políticos (y de eso ya estamos bastante saciados), como luego la realidad diga otra cosa, el pueblo seguirá quitándoles la confianza. Por mucho que hablemos los cristianos, si nuestra vida no es ejemplar, no tenemos autoridad porque lo que hablamos no lo vivimos, nuestras palabras serán vacías, no servirán para nada.
Por mucho que digamos: “Señor, Señor… Si no hacemos la voluntad del Padre Dios”, (Mt. 7, 21), esa oración es inútil. San Juan les decía a sus comunidades cristianas: “Mi hijitos, no amemos de palabras ni de lengua, sino con hechos y de verdad” (1 Jn. 3, 1 8).
Estamos cercanos ya a esa fiesta que los cristianos no podemos sino celebrar con todo el corazón. No es cuestión de decir solo “Feliz Navidad”. La Navidad es la gran noticia: Dios viene en busca del hombre, a abrazar a todo hombre. Lo nuestro es, pues, corresponder a ese gran amor, llegando a Belén para ofrecer a ese Niño-Dios el gran tesoro de nuestro corazón.