Es preciso reconocer esta verdad, en cierta forma humillante: que si no somos tan malos como otros no es, necesariamente, porque seamos mejores, sino porque tal vez no hemos tenido las oportunidades o el poder para realizar sus maldades. Lo han reconocido así muchos santos. Negarlo es propio de soberbios. Las personas más humildes —y por tanto más realistas— son las más conscientes de sus debilidades.
Es cierto que veces nos abstenemos de obrar mal por las normas morales que hemos aprendido. Pero es más común abstenernos por las consecuencias negativas que pueden sobrevenirnos. La gran mayoría de quienes pagan sus impuestos no lo hacen por amor a la colectividad sino porque temen las consecuencias de no hacerlo. El temor al castigo o a la censura pública son frenos poderosos. Cuando estos desaparecen suelen agigantarse las tendencias egoístas o amorales que todos padecemos. Si se eliminasen las multas y las prisiones, y se asegurase la impunidad para todos los que roben, ¿no aumentaría el número de ladrones?
El primer problema con el mucho poder es, precisamente, que elimina frenos. La corrupción, empero, no es algo que suele aparecer de la noche a la mañana sino un proceso escalonado, donde cada peldaño oscurece o adormece más la conciencia y hace más fácil subir a extremos mayores.
Una de las primeras experiencias del todo poderoso es la sensación de que puede hacer prácticamente lo que le venga en gana. El único límite inicial son sus convicciones morales. Pero el problema es que al ver tan al alcance ventajas, placeres y riquezas que jamás había soñado, sus tentaciones aumentan. No es lo mismo codiciar un millón de dólares cuando hay que sudar mucho para obtenerlo, que cuando lo tenemos enfrente en un fajo de billetes que podemos tomar sin que nos vean.
Complica lo anterior los elogios que endulzan los oídos del poderoso. Al comienzo un alma grande quizás los considere exagerados. Pero con el tiempo y la repetición la tendencia a creerlos es casi inevitable. Fácilmente terminamos creyendo que somos superiores, queridos e iluminados. La persona pierde entonces cualquier humildad inicial y se ensoberbece. Y con ellos viene la prepotencia y el consecuente desdén a los demás. Por algo se dice que la soberbia es la madre de todos los vicios.
Encima de esto se añade la presión de parientes, amigos y conocidos. Como el poderoso es el que tiene en sus manos todos los resortes del poder y abundantes recursos, se forma alrededor de ellos un enjambre de allegados que busca y, a veces, exige su favor. Como en nuestro medio padecemos en cierta medida de un síndrome que los sociólogos llaman “familismo amoral” –la tendencia a no experimentar obligaciones éticas hacia los ajenos a nuestro círculo íntimo de influencia— el poderoso beneficia preferencialmente a ellos. Recuerdo cómo siendo ministro de Educación perdí la amistad de un pariente cercano porque no lo nombré abogado del ministerio. Si lo anterior lo pueden experimentar estos funcionarios, cuánto más un presidente dictador.
Lo que deriva de lo anterior es predecible: licitaciones amañadas para favorecer a la empresa del pariente o del fiel del partido; perdones de multas e impuestos para los mismos; exoneraciones especiales, trato preferencial en las aduanas, etc. Y si los favoritos llegan al poder judicial, enfrascados en litigios con algún adversario o persona que al poderoso le sea antipática, ¿vacilará este en llamar a su obediente juez para que falle a favor de su allegado?
La concentración del poder es un cáncer. Termina haciendo metástasis, pudriendo a quienes lo ejercen y a las sociedades que lo albergan.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.