¿Quiere usted lector tener una idea de la calidad de nuestra educación? Escoja al azar un bachiller egresado de escuela pública y dígale que le escriba una página resumiendo los retos actuales que enfrenta el país. Luego pídale que estime cuántos kilómetros por galón hace el vehículo que se llenó con veinte y que tras correr 90 kilómetros quedó con un cuarto de tanque. Termine preguntándole su opinión sobre lo que en historia de Nicaragua se conoce como el período de los treinta años, que le diga la nacionalidad de Kant, y el nombre de la teoría asociada con Einstein. (Les agradeceré me compartan sus resultados a mi correo electrónico).
No se sorprenda si, además de las faltas de ortografía, el bachiller no sabe escribir ni expresar sus pensamientos ni acertar en lo demás. El punto es que no es difícil verificar, empíricamente y a bajo costo, la pobre calidad de nuestra educación. En pruebas mucho más rigurosas y representativas, como las Terce patrocinadas por la Unesco y en las que Nicaragua participó en 2013, nuestros estudiantes de tercero y sexto grado quedaron debajo del promedio latinoamericano y centroamericano. 70 por ciento de ellos quedaron en el nivel más bajo de desempeño en matemáticas y 56 en lectura.
Son varias y complejas las causas de estos resultados. En un estudio reciente de Funides sobre la calidad educativa, se lee que Costa Rica invierte anualmente US$2,369 por estudiante de secundaria y Nicaragua 119. En primaria son US$2374 vs. 180. Pero hay otros factores muy importantes ajenos al sistema educativo. Hogares estables, que por lo general gozan de mayor ingreso que los desintegrados, y donde los padres se interesan más por la educación de sus hijos, incuban mejores estudiantes. Chile y Costa Rica, cuyas familias son estadísticamente más sólidas que las del resto del continente, puntean más alto que nadie en las pruebas académicas. Este hecho sugiere la urgencia de políticas que fortalezcan la unidad familiar y la necesidad de establecer escuelas para padres.
Hay otros factores también muy importantes, como la debida alimentación de los alumnos y el haber pasado o no por preescolar. Finalmente hay otros, también significativos, pero mucho menos costosos: uno de ellos; la presencia de lápiz y papel, insumo sorprendentemente escaso en muchas escuelas. Otro: el ausentismo docente. La mejor calidad educativa que Funides detectó en los colegios privados se debe, parcialmente, a que los colegios públicos, a diferencia de los privados, toleran la inasistencia docente; esta no produce despidos ni diferencias salariales. El director de Funides, Juan Sebastián Chamorro, calculaba que “con solo aumentar la asistencia de los maestros a las escuelas, del 78 a un 90 por ciento, se podría incrementar de forma importante los resultados obtenidos en la investigación”.
Impulsar medidas como estas es un asunto de equidad. ¿Podrán tener las mismas oportunidades los niños cuyas escuelas carecen de papel y donde los maestros faltan rutinariamente dos días por semana —como es el caso en muchas zonas rurales— que los que asisten a una escuela libreta en mano ante maestros puntuales? ¿Habrá justicia social mientras no se tomen medidas para cerrar estas grandes brechas?
En temas como estos, gobierno, sector privado, sociedad civil y sindicatos, podrían coordinar, por ejemplo, una especie de auditoría social que permita a los padres monitorear la asistencia de los maestros a fin de premiar anual y públicamente a los más cumplidos. No es tan caro ni difícil dar pasos iniciales como estos a fin de mejorar gradualmente la calidad de educación de los más pobres. Solo se necesita suficiente voluntad política y social.
El autor fue ministro de Educación y es sociólogo e historiador.
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