Tras recorrer recientemente algunas ciudades de Alemania, una de las cosas que más llamó mi atención fueron las continuas referencias de los guías al porcentaje de destrucción sufrido por cada una de ellas durante la pasada guerra mundial. “Aquí en Colonia, el 85% fue destruido por los bombardeos”, “Aquí en Nuremberg, el 90%”, aquí en… etc. No eran datos nuevos pero refrescaron en mi mente el significado de lo que se llamó, desde inicios de los años cincuenta, “El milagro Alemán”: la proeza de una nación, que tras ver sus ciudades e industrias literalmente reducidas a cenizas en 1945, para finales de la década de 1950 se había convertido en una de las economías más fuertes del mundo.
Para ilustrarlo con una comparación: es como si en Nicaragua se hubiese dado en 1990 cien terremotos, como el de Managua de 1972, y cinco guerras civiles, como la de 1979, y que ahora fuese la economía más pujante de América Latina. Casi milagroso, ¿verdad?
Obviamente, la recuperación espectacular de Alemania Occidental se debió a varios factores. Uno de ellos fue la política de libre mercado adoptada por el ministro Ludwig Erhard. A diferencia de ella la otra Alemania, la Oriental, adoptó las políticas estatistas propias del comunismo y tuvo que construir un muro para evitar que sus habitantes emigraran. Otro factor fue la ayuda proporcionada por Estados Unidos a través del Plan Marshall. Pero otro elemento, a mi juicio más importante aún, fue la herencia cultural del pueblo alemán.
La cultura incluye, además de la educación o los conocimientos adquiridos, los hábitos y valores que predominan en la población; virtudes como la diligencia, disciplina, orden, autoexigencia, etc. Usando la parábola del sembrador de los evangelios, una buena cultura es como la buena tierra; hace que las semillas sembradas en ella den el ciento por uno. En las tierras malas estas se desperdician. Como ocurre en los muchos países que han recibido grandes montos de ayuda externa, o billones de petrodólares, pero que medran en la miseria.
El caso de Alemania también se reprodujo en Japón, otra nación que como el ave Fénix resurgió de las cenizas de la guerra y sorprendió al mundo con su espectacular crecimiento. Al igual que Alemania, posee también rasgos culturales muy recios. Lo que nos lleva a la inescapable conclusión ya antes señalada por Juan Pablo II: que la riqueza más grande de una nación son sus habitantes; no son sus recursos naturales —Japón tiene muy pocos— sino la calidad de gente que los habitan.
De nuevo para ilustrar el punto: ¿qué pasaría si trajésemos a Nicaragua cuatro millones de alemanes o de japoneses? ¿Dónde estaría nuestro desarrollo dentro de diez años? La respuesta es obvia e indica que el reto para países como los nuestros es tratar de convertir a sus ciudadanos en personas con virtudes y hábitos similares a los que predominan en las naciones más prósperas y ordenadas.
Lograrlo no es fácil. Las culturas son producto de varios factores que frecuentemente llevan muchos años de incubación. Alemania estuvo poblada por tribus bárbaras e incultas antes que los misioneros cristianos, actuando como germen o levadura en la masa, civilizaran sus costumbres. Uno de los temas más fascinantes de la historia es, precisamente, el tremendo rol transformador que pueden tener minorías y líderes iluminados con nuevas certezas y prácticas.
Vale la pena explorar estos temas y plantearnos, con seriedad, qué podemos hacer juntos para cambiar nuestra cultura. Hacerlo implica, entre otras cosas, mejorar nuestra educación y fortalecer la primera e insustituible unidad educativa; la familia. Volveremos a esto en próximos artículos.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.