He abordado en dos artículos anteriores el tema de la cultura; el caso de países que saltaron en forma espectacular de las ruinas o la pobreza y en los cuales hay ciertas características culturales —hábitos de comportamiento, valores, etc.— que explican no todo, pero sí parte de su éxito. Esto deja pendiente otro tema: ¿De dónde proceden esos rasgos culturales?
Autores como Jere Diamond, en Guns, Germs and Steel, enfatizan el rol de la geografía. El británico Arnold Toynbee, con su tesis del desafío y la respuesta (Challenge and Response), documentó cómo las más creativas y vigorosas civilizaciones surgieron de la respuesta de algunos pueblos a desafíos que amenazaban su existencia. Otros, como Tocqueville, Weber y Stark, han resaltado el papel jugado por las religiones y las ideas.
Vale destacar este último enfoque ya que tanto la geografía como los desafíos excepcionales son factores relativamente independientes, mientras las religiones e ideas son susceptibles de ser promovidas, reformadas o frenadas. Además, son tremendamente influyentes. Las creencias sobre lo que es correcto o incorrecto, valioso o irrelevante, afectan poderosamente los comportamientos. La forma de pensar influye en la forma de actuar. En palabras de Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”. Un individuo, convencido que hacer dinero es un peligro espiritual, tendrá menos probabilidades de lanzarse a los negocios que, digamos, un calvinista convencido de que el éxito económico es señal de predilección divina.
El impacto social de un conjunto de ideas o de una visión religiosa es algo que puede verificarse empíricamente, sin recurrir a explicaciones teológicas. La cultura china fue tremendamente influida por las enseñanzas de Confucio, la India por la religión hinduista, la árabe por el islam y la occidental por el cristianismo. En cada caso las consecuencias han sido distintas, en parte por lo distintas que han sido sus religiones. El hinduismo, por ejemplo, con su creencia en las castas y la reencarnación, contribuyó a crear una sociedad congelada, reacia al cambio y radicalmente discriminatoria y desigual.
Muy distinta sería la influencia del cristianismo. Tocqueville, aunque no creyente, reconoció que este había sido el sistema de valores más beneficioso en la historia de la humanidad: contribuyó decisivamente a la civilización de Europa, a la dignificación del ser humano y a la noción de la igualdad, germen sustancial de la democracia que después articularían en forma secular los pensadores de la ilustración. Los abusos y hasta crímenes, perpetrados por personas identificadas como cristianas, son atribuibles, decía él, a las universales debilidades del ser humano combinadas con circunstancias muy especiales, mas no a la doctrina en sí; en ninguna línea del evangelio se encontrará algo que justifique la tortura. El musulmán, por el contrario, cuando mata o mutila a infieles está siendo coherente con el Corán que ordena hacerlo.
Si uno se asoma a la realidad, no con ojos de creyente sino de simplemente de historiador o sociólogo, es fácil concluir que la difusión del cristianismo ha sido una fuerza moralizadora y promotora de la ética, de primer orden. Obvio es que ilustrarlo mejor requiere más espacio. Baste por el momento aludir dos casos latinoamericanos curiosos: Costa Rica y Chile. Ambos aparecen entre las sociedades menos corruptas y prósperas de la región. Ambas son también aquellas donde ha perdurado por más tiempo la educación religiosa en las escuelas públicas. No puede caerse en el simplismo de pensar que esto es la causa, ¿mas no tendrá algo que ver? Si fuese así, ¿no sería hora, en aras de mejorar nuestra cultura, de revisar la expulsión de la religión de educación pública, decretada por Zelaya en 1894?
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.