Mugabe
Hace poco el nombre de Robert Mugabe, el anciano dictador de Zimbabue, volvió a estar en la noticias. Resulta que la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo nombró embajador de buena voluntad, y ¡ardió Troya! Que cómo era posible que nombraran en ese cargo de honor a alguien que lleva 37 años en el poder con malas mañas, que se ha enriquecido al ritmo de una escandalosa corrupción, que ha promovido la “limpieza étnica” a través de la violencia tribal, y, sobre todo, alguien que tiene en su país un sistema de salud ruinoso a tal punto que cuando él mismo se enferma, va a buscar ayuda al extranjero.
Historia
La historia de Mugabe es la historia de casi cualquier dictador. Apareció como héroe de la independencia de Zimbabue, luchó porque hubiesen elecciones justas donde los votos de los negros valieran tanto como los votos de los blancos. “Un hombre, un voto”. Llegó al poder admirado como justiciero. El asunto es que llegó y ahí se quedó. Lleva ya 37 años y no tiene intención de irse mientras viva. Para sostenerse ha recurrido a la represión y al fraude electoral recurrente, a tal punto que nadie cree en las elecciones que organiza, salvo los observadores que él mismo lleva. ¿No se les hace familiar?
Fiestas y caviar
Hay más. Mugabe no solo es un hombre que cuando se enferma se va a otra país, Singapur, a que lo vean los médicos porque no confía en sus compatriotas, sino que también acostumbra celebrar sus cumpleaños a lo grande. Por ejemplo, en el 2009 celebró su cumpleaños número 85 con una fastuosa fiesta que costó 250 mil dólares y cuyo menú incluyó champán, coñac, langosta, caviar y pato. ¿Dónde recuerdo haber visto una fiesta parecida? Y estaba derrochando este dinero en su fiesta con una mano, mientras con la otra andaba pidiendo millones de dólares a otros países para restaurar los sistemas de salud y educación de su país que colapsaron bajo su mandato.
Ceausescu
Déjenme hablarles de otro dictador: Nicolae Ceausescu. Ahora le dicen “El Monstruo”. Pero en su tiempo fue un hombre admirado. Luchador. Varias veces estuvo en prisión, y fue en la cárcel donde conocería a Elena, su esposa, con quien gobernaría como matrimonio de poder hasta su último día. ¿Otra coincidencia? Ceausescu, incluso, en algún momento le plantó cara a la Unión Soviética. Tomó distancia. Pero nadie se mantiene en el poder por “buena gente”. Para sostenerse no solo tuvo que terminar imitando a los soviéticos sino que cuando aquellos comenzaron a aflojar su sistema, él lo apretó más, eliminó cualquier atisbo de oposición, tomó el control total de los medios de comunicación y reprimió con fuerza la disidencia. Gobernó 15 años, los últimos junto a su mujer, que no era mejor ficha.
Crimen y castigo
Nicolae Ceausescu fue fusilado junto a su mujer en 1989 después del juicio sumario y público a que lo sometieron militares rebeldes y una turba furiosa. Mugabe fue destituido como embajador de buena voluntad de la OMS tres días después de haber sido nombrado. Fue una pifia y todavía no sabemos cuál será su fin porque, a sus 93 años, sigue siendo presidente. Los tiempos no están para fusilamientos, creo. Pero sí hay en el mundo, y particularmente en Latinoamérica, una ola vindicativa contra los abusadores del poder. Cárceles y juicios contra gobernantes y exgobernantes se levantan en toda Latinoamérica. Menos en Nicaragua. Sucede que mientras se tenga el poder en las manos no pasa nada. Como Mugabe en Zimbabue. Hasta que sucede, repentinamente, en un chasquido de dedos. Cambian las cosas, como en el caso de Otto Molina en Guatemala, o Mauricio Funes en El Salvador, o Lula da Silva en Brasil, o el propio Ceausescu, de Rumania, que hasta el último día no vio venir su fin.
Final
El punto de estas historias es que se vienen repitiendo, en su esencia, desde tiempos inmemoriales. Leer la historia de cada dictador es ver versiones diferentes de la misma película. Los dictadores, los abusadores del poder, tienen un ciclo natural que parece repetirse, ya sea un Mugabe, un Ceausescu, un José Santos Zelaya o un Somoza. Aparecen como figuras luchadoras, enarbolan banderas que despiertan admiración, llegan al poder, se mantienen ahí con malas mañas y en contra de todo lo que los hizo llegar hasta ahí y, al final, la muerte violenta, el exilio o el desprestigio. Y la gran duda que siempre me queda al conocer estas historias es, si casi siempre es así, ¿por qué cada uno de ellos piensa que su final será distinto?