La revolución rusa de 1917 abrió paso al establecimiento del socialismo en lo que después fue la URSS y marcó su impronta en el siglo XX. La celebración de su centenario ha provocado que defensores y críticos en el mundo entero, se enzarcen en debates de todo tipo y calidad.
Traigo a colación dos anécdotas que a mi juicio reflejan las causas últimas de la caída del socialismo soviético. Frente al imponente edificio de la Universidad Lomonósov, en Moscú, un pintor peruano —comunista para más señas— preguntó a la catedrática soviética: “¿Cuáles son las corrientes actuales más importantes en la plástica rusa?” La doctora en artes, entre sorprendida e indignada, respondió “¡En la URSS, solo hay una: el Realismo Socialista!”.
La segunda. En 1977, los partidos comunistas de España, Francia e Italia, los dos últimos especialmente poderosos, abandonaron abiertamente la premisa de la instauración de la dictadura del proletariado como condición para construir el socialismo. A contrario sensu de Moscú, reivindicaron la democracia y el pluripartidismo. Aquello fue interpretado como una rebelión y los descalificativos —muchos de ellos todavía en uso— contra los “disidentes”, abundaron: traidores, revisionistas, agentes de la CIA, entre otros.
La visión reduccionista de la realidad, el intento de establecer una ideología como la cultura de la sociedad, pasando por alto la diversidad que la caracteriza, y la negación de la democracia como una necesidad histórica, sentenciaron a muerte el socialismo soviético desde muy temprano. Ciertamente, el socialismo en la URSS, nació y se estableció como sistema en medio de muchas dificultades, y sobrevivió siete décadas, pero se derrumbó estrepitosamente apenas se plantearon reformas para establecer la transparencia (glásnot) en la política y las reformas modernizantes (perestroika) en lo económico.
La infalible burocracia y el estricto control del omnímodo partido, ocultaban las heces y las debilidades estructurales del sistema. Pero un sistema que niega el ejercicio de las libertades ciudadanas y abandona al ser humano como centro de su gestión, aunque sea en nombre de la clase, el pueblo o el colectivo, está condenado inevitablemente a fenecer.
Por eso, quienes de manera simplista atribuyen el derrumbe del socialismo soviético y sus consecuencias —la desaparición de la llamada comunidad de países socialistas—, a la gestión personal de Mijail Gorbachov, no hacen más que reconocer la debilidad innata del socialismo soviético. Este mismo razonamiento simplista, es el que atribuye a Stalin —y no al sacrificio del pueblo soviético— la victoria sobre la invasión hitleriana y el sustantivo aporte de la ex URSS a la derrota del fascismo. Y lo peor: excusan de esa manera los crímenes del estalinismo.
No tiene legitimidad ni es justo, un sistema que necesita un dictador para defenderse y que no resiste una reforma democrática.
Quienes defienden a ultranza el modelo soviético, esgrimen como uno de sus argumentos, la solidaridad que en nombre del internacionalismo proletario practicó la antigua URSS con muchos pueblos del mundo. Dicha solidaridad, que no fue incondicional, era parte del cálculo soviético en el contexto de la Guerra Fría. Y solo se dio en cuanto fue funcional a sus intereses estratégicos. La otra cara de la moneda fueron las invasiones a Hungría (1956), a Checoslovaquia (1968) y a Afganistán (1979), las dos primeras para aplastar movimientos democráticos nacionales y la tercera para afianzar un poder afín, objetivo en el que fracasaron y que dejó un saldo doloroso con miles de jóvenes caídos lejos de su patria.
La revolución rusa concitó en su momento las esperanzas de los pueblos oprimidos de Rusia y el mundo, y presentó la posibilidad real de construir un sistema alternativo al capitalismo. A partir de ella, el socialismo, como ninguna otra causa política en la historia, movilizó a millones. Pero como en otras experiencias, las deformaciones que sobrevinieron, enterraron las expectativas populares.
Ninguna revolución se ha dado reivindicando el establecimiento de una dictadura. La revolución rusa triunfó contra el zarismo demandando “pan, paz y tierra”. No son las intenciones ni el heroísmo de algunos de sus protagonistas, lo que cuenta, son los resultados y es el saldo neto el que se registra. Y la revolución rusa, no superó el escrutinio de la historia.
El autor es periodista y abogado.