Fabián Medina, columnista de LA PRENSA, expresó lo que es más trascendental y promisorio de la actual insurrección ciudadana: “Lo primero que hay que entender es que estamos, hasta ahora, ante una revolución ética”. Efectivamente, esta no es una rebelión de políticos que buscan cuotas de poder, o de cúpulas que buscan negociar intereses, sino la manifestación de una juventud, y de un pueblo, que quieren algo profundamente diferente; algo moral, ético, humano.
Es cierto que nada en la vida es puro. No somos ángeles. A la par de quienes luchan por ideales altruistas aparecen quienes lo hacen por odio o sentimientos mezquinos. Pero el hecho alentador es que, dentro del movimiento juvenil que hoy desafía a la dictadura, predomina el impulso moral y aspiraciones nobles; impulso que, bien encauzado, podría alumbrar el nacimiento de una Nicaragua mejor.
Si analizamos los motivos que despertaron esta verdadera primavera nicaragüense, encontraremos en su raíz virtudes de primer orden. Los jóvenes comenzaron actuando por sensibilidad ante un tema ecológico, luego lo hicieron por cariño o solidaridad con los viejitos, a quienes se querían cercenar sus ingresos. Luego fue la valiente toma de las calles, en solidaridad con los martirizados y reclamando justicia. Y todo en medio de un civismo extraordinario.
Durante los primeros disturbios vimos, a través de las redes, ejemplos alentadores de pobladores defendiendo los supermercados de los vándalos mandados por el Gobierno, y el ejemplo del ciudadano que le arrebató a un saqueador la televisión que llevaba y la tiró al suelo. Eran signos de algo nuevo, hermoso.
El miércoles pasado participé en una gigantesca manifestación en León —más de siete cuadras compactas— y observé algunos detalles reveladores. Había enojo contra los dueños de un negocio llamado “Tacos Alba”. Días atrás ellos habían denunciado a la Policía a unos estudiantes que protestaban por allí, produciendo su arresto. Al acercarse la marcha al local, una muchacha, desde un altoparlante, llamaba a respetar a los dueños. Mayor fue mi sorpresa cuando al pasar frente a ellos, vi que en la acera de la propiedad había un cordón de jóvenes con morteros haciendo cadena para protegerla. Vi también a muchachas con sacos de plástico que iban recogiendo botellas y basura dejadas por la marcha. Esta terminó en la plaza de San Sebastián —que terminó chiquita—. Allí vi también otra conducta inesperada: como estaban celebrando misa en la iglesia adjunta, los equipos de sonido que venían coreando consignas callaron por completo.
La juventud y el pueblo que marcha en las calles tienen motivos éticos. Han experimentado una creciente y, hasta hace poco insospechada, repugnancia ante un gobierno corrupto, marrullero, de retórica amorosa y praxis asesina, oscuro, opaco, rodeado de serviles y funcionarios vendidos al poder. Y quieren una Nicaragua nueva. Donde reine la transparencia y los gobernantes no trampeen, ni roben, ni escondan, sino que rindan cuentas al pueblo, donde los magistrados sean dignos y los rectores independientes; donde los políticos no se vendan como judas, por treinta monedas de plata, donde se protejan los bosques y se planten árboles de verdad, en vez de arbolatas.
El 19 de julio marcó el fin de una dictadura para ser sustituida por otra. Este 19 de abril está llamado a marcar el fin de otra dictadura para que estas no vuelvan jamás. Para eso necesitaremos un pueblo en movilización permanente que diga a todo gobernante: “Aquí no se toleran dictadores”.
Es una revolución azul, color del cielo, y blanca, símbolo de pureza y claridad; revolución que busca dejar atrás un pasado rojo, de sangre inocente, y negro, de luto y oscuridad.
El autor es sociólogo.