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LAPRENSA/Cortesía/Familia Aburto Arrieta

Juan Aburto en 6 estancias

En ocasión del centenario de nacimiento de Juan Aburto (1918-2018) la Editorial Hispamer publica el libro Cuentos completos, el cual forma parte de la Colección Centroamérica Cuenta

1.

Jorge Luis Borges se queja de su ceguera en el Poema de los Dones, él, que se figuraba el Paraíso bajo la especie de una Biblioteca. Y cuan­do hablamos de las bibliotecas de Borges siempre nos las imaginamos infinitas, como la que describe en su cuento La biblioteca de Babel que existe desde la eternidad. La que Juan Aburto me franqueó a mí era modesta, cabía en una vitrina colocada en la sala de su casa al orien­te de Managua, pero también era infinita, en la medida en que las po­sibilidades que me abrió fueron infinitas.

Quien me presentó a Juan en 1960 fue Luis Rocha, y cuando supo que yo escribía o quería escribir cuentos, me tomó como su discípu­lo. Él tenía 40 años y yo 18. Los fines de semana en que venía a Ma­nagua desde León, donde estudiaba Derecho, iba a buscarlo a su casa en aquel barrio que era la imagen de los que aparecían en sus cuentos, casas de adobe y techos de teja arábica como las que podían encon­trarse en cualquier lugar de Nicaragua, algunas calles pavimentadas y otras en las que crecía el monte en las hondonadas abiertas al centro por las correntadas de lluvia donde pastaban caballos, patios frondo­sos, aceras de pretiles altos, puertas con barandas, pulperías de nom­bres familiares o cariñosos, cantinas que eran a la vez hogares, billa­res de eterna gente ociosa.

En la sala de la casa de Juan había cuatro mecedoras de madera de brazos curvos, con asientos de junco, y la vitrina bajo llave arrimada a la pared, con sus puertas de cristal, que no sé si él había mandado a hacer o era herencia de su padre médico. Cada fin de semana yo esco­gía dos o tres libros, los devolvía a la siguiente, y así, hasta que supon­go que me los leí todos. Una antología del cuento norteamericano don­de figuraban La célebre rana saltarina del condado de Calaveras, de Mark Twain; El incidente del puente del Búho, de Ambrose Bierce; Los asesinos, de Hemingway, Una rosa para Emilia, de Faulkner. Una an­tología de Edgar Allan Poe, y otra de Maupassant. Los cuentos de Che­jov. Los cuentos de O. Henry. Los Cuentos de la Alhambra, de Wash­ington Irving, los de Rudyard Kipling, los Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga, te tenés que leer todo esto, papito, y después platicamos.

Había dos cuentos de Quiroga sobre los que Juan hablaba siempre, La gallina degollada, que trataba sobre unos hermanos idiotas, que ter­mina de manera atroz, y Gloria Tropical, del que Juan repetía de memo­ria un falso comienzo, que yo también aprendí de memoria: Se fue a la isla de Fernando Po y volvió a los cinco meses, sólo para morir. Digo un falso comienzo porque he ido a buscar ese cuento y realmente la manera en que comienza es esta: Un amigo mío se fue a Fernando Po y volvió a los cinco meses, casi muerto. Me gusta más el falso, tiene más ritmo, es más rotundo.

Esas lecturas de los libros de la vitrina de Juan me marcaron para siempre, como El incidente del puente del Búho, cuya influencia en­cuentro en mi cuento El Centerfielder, porque cuando uno aprende a escribir cuentos, más que temas aprende mecánicas, el procedimiento o la manera de contar. Ese cuento de Bierce me guió desde el comien­zo hacia la conquista de ese territorio donde realidad y mentira no pue­den separarse, y hay que borrar toda huella de esa frontera, disolverla, pulir la soldadura hasta que sólo quede una superficie lisa y brillante.

Dando por sentado el magisterio de Poe y Maupassant, Chejov y O. Henry fueron para mí dos grandes maestros de entre quienes estaban encerrados en la vitrina de Juan, porque me abrieron dos caminos dife­rentes: el del cuento que sin espavientos va construyéndose línea tras línea, creando esa atmósfera sutil que parece no llevarnos a ninguna parte, con humor sosegado y suave ironía, que es el camino Chejov, La dama del perrito, por ejemplo; y el cuento que se arma como un me­canismo perfecto de relojería, y al final se resuelve de manera sorpre­siva, El Regalo de los Reyes Magos, por ejemplo también. Los persona­jes de ambos son siempre la gente común, los pequeños seres, los mis­mos del universo de Juan, barberos, sastres, costureras. Gente sin for­tuna, y que tampoco la espera.

2.

La ciudad literaria de Juan es la Managua provinciana anterior al terremoto de 1972. No creó un relato urbano para una ciudad que no existía como tal, sino que retrató en elaborados dibujos a plumilla, como los de Montenegro, a esa Managua desolada de las barriadas y las cuarterías, que no lograba articularse como un conglomerado mo­derno, desde luego que Nicaragua seguía siendo aún un país patriarcal y agrario. Lo que Juan hizo es romper con la tradición de la narrativa vernácula, que era falsa porque no reflejaba al mundo rural verdade­ro, sino a otro de carácter folclórico, donde hasta el habla de los campesinos era una invención no creativa, sino impostada. Y trajo a la li­teratura la ciudad provinciana.

En ese sentido, Juan es un escritor realista porque despoja al rela­to de la servidumbre regionalista, y empieza a narrar desde la cerca­nía de los personajes, volviéndolos inmediatos y dándoles sustancia y credibilidad. Y lo hace con magnífico humor, como en Doce cartas y un amorcito; y en otros de sus relatos como Un amigo, sentimos de cerca la nostalgia de un mundo que ya se empieza a perder para siem­pre, una magia provinciana que abarca no sólo a las barriadas de la periferia, como la suya, al oriente de Managua, sino también a los ba­rrios centrales, San Antonio, San Sebastián, y que participan todos de la misma naturaleza. Todo este universo se disolverá con el terremo­to llevándose consigo entre la polvareda y las llamas la vida de vecin­dario, las tertulias en las aceras, las pulperías, billares y refresquerías, clínicas y oficinas de abogados, al lado de las viviendas de taquezal en el propio corazón de la ciudad. Juan es el cronista de ese mundo per­dido, antes de que Managua se disperse en islas conectadas por carre­teras de adoquines.

Pero también suelta amarras para alejarse de ese mundo en Mi no­via de las Naciones Unidas, un cuento verdaderamente urbano que se desarrolla en Nueva York, donde nunca estuvo, pero que sabe intuir de manera admirable, creando una atmósfera efectiva de lo extraño cos­mopolita, sin dejar el contrapunto con lo nicaragüense, donde reside su esencia de escritor.

3.

Juan venía de una estirpe de bohemios asiduos de las cantinas de mala muerte de la vieja Managua de los años cuarenta del siglo pasa­do, las más conspicuas de ellas situadas al lado de la carrilera, en las cercanías de la estación del ferrocarril, y que él solía evocar en las otras mesas de cantina donde nos congregaba. La cantina de Juan Culón, o la de Panchito Melodía eran dos de aquellas que no faltaban en su lis­ta sagrada, en tiempos en que las cantinas eran verdaderas institucio­nes sociales, lugares de tertulia donde recalaban periodistas, intelec­tuales, profesionales.

Había sido compañero de tragos, evocados en sus pláticas, de poe­tas que eran a la vez periodistas, Joaquín Pasos, Manolo Cuadra, Toño López (caricaturista), Alejandro Cuadra (Pimpinela Escarlata), Chepe Chico Borgen, el humorista Gonzalo Rivas Novoa (Ge-Erre-Ene), que pasaban de las mesas de redacción a las mesas de cantina, y no pocas veces a la cárcel y al exilio como enemigos jurados que eran del viejo Somoza, y entre los que Juan, menor en edad que ellos, le tomó el gus­to a la literatura e hizo su aprendizaje oyéndolos hablar de todos los temas posibles, según su propio relato.

Aquellas mesas de cantina nuestras las presidía Juan por edad, saber y gobierno. Alrededor suyo nos sentábamos Luis Rocha, Roberto Cua­dra, Edwin Yllescas, Iván Uriarte, Octavio Robleto, Fernando Gordillo mientras pudo, antes de enfermarse y morirse joven, y a veces Horacio Peña. Yo era un bebedor moderado, pero el que despertaba las iras de Juan era Horacio, porque se comía todas las bocas que iban poniendo para acompañar las medias botellas de Santa Cecilia. Una de esas ve­ces estábamos en una cantina, en una casa esquinera cercana a la casa de Juan, y ya avanzadas las rondas de tragos el poeta Robleto se en­cerró de pronto en un terco mutismo, hasta que ante la insistencia de Juan de que dijera algo, respondió: échenme un chelín y hablo. Che­lín era la moneda de 25 centavos con que las roconolas funcionaban.

No recuerdo bien si para esas sesiones Juan se despojaba de la cor­bata de pulcro funcionario bancario que lucía en horas de oficina en el Banco Nacional de Nicaragua, adonde yo llegaba a buscarlo a ve­ces, subiendo hasta el mezanine donde tenía su escritorio en el depar­tamento de Relaciones Públicas. Ese mezanine, y las escaleras, queda­ron allí cuando el edificio, afectado por el terremoto, se remodeló años después para sede de la Asamblea Nacional, mientras la primera plan­ta, donde los cajeros atendían al público, se convirtió en la sala de se­siones plenarias. Cuando fui diputado a comienzo de los años noven­ta, rememoraba aquellas visitas calcando en mi mente los dos escena­rios, y me veía, como me veo ahora, abriéndome paso entre las dece­nas de escritorios de los contadores que se afanaban haciendo cuen­tas en sus máquinas calculadoras, Juan azorado al verme llegar y yo inadvertido de mi impertinencia de visitarlo en horas de trabajo, por lo que una vez su jefe, hosco, lo llamó para reconvenirlo, pero eso no quitó que, como todas las veces, me invitara a sentarnos en la cafete­ría instalada en el mismo mezanine, tras una pared de cristales, don­de podíamos tomar un refresco de granadilla y conversar, cuándo no, de literatura, de poetas, una religión que era la suya y era la mía pero de la que él era sacerdote y yo un iniciado.

4.

“Así es la vena poética que tenía”, decía Juan en medio de la pláti­ca de cantina, refiriéndose al poeta Alfonso Cortés, y hacía un enérgi­co gesto, acercando el pulgar y el índice para significar una vena grue­sa por la que corría la sangre de la poesía.

5.

Congreso de Escritores Jóvenes en León, que se celebra en el Para­ninfo de la Universidad, organizado por el Grupo Ventana bajo la sonrisa protectora del rector Mariano Fiallos Gil. Debe ser el año 1961, o 1962. Invitamos a escritores mayores, y el único que se aparece es el poeta de la generación de Vanguardia Luis Alberto Cabrales, que dice un discurso provocativo. ¿Generación traicionada?, exclama burlón. ¿Quiénes los han traicionado, acaso sus novias? Los del Grupo Ven­tana, y los de la Generación Traicionada somos adversarios literarios pero amigos personales, siempre nos sentamos alrededor de Juan, y to­dos nos sentimos ofendidos. Luis Alberto, vestido de traje de lino ban­co, corbata negra, termina de hablar y se va.

Juan, entre los invitados especiales, inicia en los recesos de medio­día la procesión hacia las cantinas leonesas, que se hallan entre las más afamadas del país. Siempre preside, hasta que desaparece, como suele ocurrir con él, y como ocurre la tarde después de la clausura del congreso donde Higinio, del Teatro González cuadra y media abajo. De pronto, Juan ya no está. Se le busca, nadie da razón de él. Son las ga­nas de desaparecer, tedio existencial, hastío metafísico, de pronto todo lo que está oyendo le aburre, y toma, a pie, como tomó esa vez, la ca­rretera a Managua. Se convierte en ese momento en un personaje suyo.

6.

12 cartas y un amorcito cuenta en primera persona la historia de alguien que al empezar a caer un aguacero sobre Managua se protege bajo un alero en el barrio de Buenos Aires, un barrio de los de Juan, cuando en eso sale de una casa vecina una mujer joven y bonita que lo invita a pasar adelante para mientras escampa, se ponen a conver­sar, la mujer está sola, el marido es un oficial de la Guardia Nacional, el teniente Polanco, acantonado en Bluefields, ella va a buscar las car­tas del marido ausente y le ruega que se las lea, él accede, a cada car­ta la mujer le va pidiendo que se acerque más, y sucede que el que se guarecía de la lluvia acaba en la cama con la mujer, y el cuento termi­na con el protagonista diciendo ¿y qué iba a hacer yo?

El cuento se publicó en La revista Cuadernos Universitarios que se editaba en León, dirigida por el poeta Octavio Robleto, y entonces ur­dimos una conspiración. Escribí una carta dirigida a Juan en una vie­ja máquina de las que se usaban en los cuarteles, una con carrete de cinta morada como la que el teniente Polanco usaba para escribirle a su mujer según el relato, y con errores de ortografía, tal como el cuen­to también decía, y en esa carta el oficial aquel de la Guardia Nacio­nal, ahora acantonado en el puerto de Corinto, lo amenazaba de muer­te por haberse metido con su mujer y, no bastándole con eso, además publicarlo, difamando su honor de militar; apenas tuviera pase fran­co, juraba, lo primero que haría sería ir a buscarlo para saldar cuentas. Rotulé el sobre dirigido al señor Juan Aburto, Oficinas Centrales del Banco Nacional, Managua, y el poeta Raúl Elvir, que también era in­geniero civil y construía para entonces unas bodegas en Corinto, de­positó la carta en la oficina de correos allá, para que todo tuviera el sa­bor de la autenticidad.

Juan desapareció. Llamaba uno al banco, y decían que estaba de permiso. Se le buscaba en su casa, y la puerta estaba siempre cerrada. Un personaje se había salido de las páginas de su cuento, y lo busca­ba para matarlo.

Cultura Cuentos

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