La historia de las dictaduras muestra que no es posible que estas perduren sin la cooperación necesaria de la mentira, la ignorancia o el egoísmo más nefasto que consiste en asegurar la comodidad personal cercenando la vida de muchos otros.
Y después de ellas toca convivir con quienes ampararon o silenciaron cobardemente lo que veían. Es cierto.
Desconfiamos hasta de nuestra sombra. Lo hemos visto en las calles, cuando era el tiempo de las barricadas. Gente que se acercaba con intereses mezquinos de uno u otro bando. Hemos visto la capacidad de mentir, manipular y jugar con el dolor ajeno.
Todo ello es también secuela de la sangre derramada, del dolor causado por la represión, el autoritarismo y la burla sobre el pueblo que el gobierno orteguista ha ido engrandeciendo hasta sobrepasar los límites del disparate.
Pero al otro lado de la mesa, la desconfianza también anida. Aunque solo uno de ellos, todavía, apunta con sus armas a matar. El secuestrador sigue ahí, pistola, AK y hasta fuego en mano. Ha perdido la humanidad que le podría quedar para comprender que no se puede someter la libertad castigando a la oscurana de la cárcel a estudiantes, campesinos, ancianos y periodistas, como Miguel Mora o Lucía Pineda, que siguen golpeando nuestra conciencia a través de los techos de zinc.
El secuestrador perdió la humanidad al desatar la violencia que residía en víctimas de los conflictos del pasado contra quienes se manifestaban pacíficamente. Les hipnotizó para que no vieran a sus hermanos de pueblo levantándose por su libertad, sino a fantasmas del pasado. Y se le fue de las manos cuando causó una crueldad de proporción bíblica con la quema de una familia entera, incluyendo niños, que se unieron a los cientos de muertos.
Algo que no podremos olvidar junto al macabro ritmo del “aunque te duela”.
Daniel demostró lo que quería. Que estaba dispuesto a llevarse por delante la vida de quien fuese, menores incluidos.
Después de eso, no queda nada en la siniestra casa del Carmen en lo que se pueda confiar. Y mucho menos en sus palabras, hastiadas de mediodías tratando de limpiar el disparate con el nombre de Dios, o el de un socialismo que solo en su perturbada imaginación existe.
El final de todo no parece que vaya a ser agradable. Que sea pacífico o no, está en mano del secuestrador. Solo tiene que bajar el arma. Pero ahora el primer objetivo es salir con vida de este prolongado secuestro. El secuestrador, tarde o temprano, enfrentará la justicia, en un lugar donde no contará con jueces a su servicio.
Y el resto de su vida, solo podrá esperar que los muertos le perdonen.
El autor es periodista.
@jsanchomas