Vivimos en un mundo urbanizado. Cada vez somos más y estamos más juntos. Y eso es un peligro: según Naciones Unidas, hace 50 años solo mil millones de personas (el 30 % de la población mundial) residía en ciudades, frente a los casi 4 000 millones (el 60 % de la población mundial) que actualmente habitamos en ellas, publica el sitio web Grandes Medios.
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Vivir en una gran urbe puede tener ciertas ventajas, como el acceso a una educación superior, trabajos con salarios más altos o mejores prestaciones sociales. Pero la urbanización también conlleva unos retos desde el punto de vista de las enfermedades infecciosas. Estas megaciudades pueden ser el germen de nuevas epidemias, ayudar a que las enfermedades se propaguen más rápidamente y convertirse en amenazas mundiales.
La transmisión de muchas bacterias, virus, hongos y demás parásitos es dependiente de la densidad de población. Esto significa que la posibilidad de contagio de un individuo depende del tamaño de la población en la que vive. Por eso las tasas de transmisión de una enfermedad aumentan con el número de vecinos.
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La alta densidad de habitantes, el contacto cercano entre individuos en áreas urbanas y el tránsito de personas que entran y salen de las ciudades son factores que favorecen la rápida propagación de enfermedades infecciosas. Así ha ocurrido con los casos recientes del síndrome respiratorio agudo grave, el ébola y la gripe aviar.