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Suele ser un rostro fuerte: unos ojos pequeños, pero agudos, que se clavan cuando en una homilÃa, en una entrevista o en una sobremesa habla sobre los males del paÃs: ejecuciones a campesinos, las desapariciones forzadas, la toma de tierras o las posibilidades de que se desate un enfrentamiento armado en Nicaragua.
Esos mismos ojos negros intensos, sin embargo, se cargan de lágrimas cuando el obispo, desde hace 31 años, de la Diócesis de EstelÃ, Abelardo Mata, recuerda el dÃa que decidió buscar a sus hermanas desaparecidas a través de Dios. “Las enfermedades lo vuelven débil a unoâ€, dice, después de quebrarse al contar los motivos que lo llevaron a entregarse a la vida religiosa. “Antes podÃa hablar de estas cosas sin emocionarme tantoâ€, agrega, apenas con una sonrisa con la que intenta disipar la emoción.
La de Mata ha sido una vida religiosa que ya tiene 60 años. Este jueves 15 de agosto, dÃa que nos encontramos, cumplió 43 años desde que lo ordenaron sacerdote en Guatemala. Durante este tiempo, dice, solo una vez dudó sobre seguir en la vida espiritual, aunque no fue por un amor terrenal de alguna muchacha que en alguna ocasión le llamó la atención, sino más bien por una infección de paperas (conocida como topa) que lo forzó a retirase de los templos por tres meses.
Ahora, todas las mañanas, cuando camina entre el follaje de su jardÃn sabe que le queda poco tiempo para retirarse. Sabe, también, que las enfermedades que padece podrÃan frustrar sus anhelos. “No hay que estarse lamentando; si el Señor quiere eso y me lo pide, bienvenido sea y todo sea para su gloria. Solo que me permita, si es su divina voluntad, completar los sueñosâ€, dice el obispo de 73 años de edad, con el tono del deber cumplido.
Apellidos
Juan Abelardo Obando Parra. Asà se llamarÃa el reconocido obispo de Estelà si sus abuelos hubieran seguido la ley natural de los apellidos patriarcales que rigen actualmente. No obstante, el no reconocimiento de sus legÃtimos antecesores hizo que sus dos apellidos los lleve por su linaje matriarcal.
Para empezar con su padre, Gilberto, hijo de Rosa Mata y del general liberal Francisco Obando Flores. El señor llevaba el apellido de su madre porque su padre no lo reconoció como su hijo. Gilberto nació en el Mombacho y fue criado por otra familia porque quedó huérfano desde niño.
Ya de adolescente, Gilberto, quien en ese entonces la familia de crianza lo habÃa nombrado José Dolores, decidió ir donde su legÃtimo padre para solicitarle que le ayudara con sus estudios. Sin embargo, su estancia fue muy corta, ya que Francisco Obando tenÃa un matrimonio con hijos, y Gilberto solamente cumplÃa la función de sirviente en aquel hogar. AsÃ, pues, el padre del obispo se marchó de aquella casa y conservó el apellido materno: Mata.
Por el lado de su madre, la historia fue similar, ya que MarÃa, mamá del obispo, tampoco fue reconocida por su padre, un señor de occidente de apellido Parra. Por lo tanto, desde siempre llevó el apellido de su mamá, Fortunata Guevara, una señora de Chinandega de carácter fuerte. De modo que el apellido Parra se diluyó y el Guevara prevaleció hasta llegar a la generación de Juan Abelardo y sus nueve hermanos.
MarÃa tampoco era el nombre original de la mamá del obispo. Ella lo descubrió hasta que tenÃa 50 años de edad y fue a tramitar su pasaporte para ir a ver a su hijo al internado de El Salvador. MarÃa supo que su nombre verdadero era Baltasara Altagracia de los Reyes.
Con tal sorpresa, que para esos dÃas, Juan Abelardo le escribió una carta a su madre, a modo de broma, que aún conserva, con el siguiente encabezado:
Señora, Baltasara Altagracia de los Reyes Melchor Gaspar y Baltasar, o simplemente, MarÃa…
Al recordar aquel pasaje el obispo vuelve a reÃr y gimotear como seguramente lo hizo cuando escribió la carta, y de inmediato cuenta otro evento que lo marcó por el lado paterno.
Resulta que su padre se fue de la casa del abuelo Francisco Obando, como ya habÃamos dicho, cuando era adolescente y no habÃa tenido mayor contacto con él. El abuelo del obispo, un liberal que según las leyendas se batÃa a tiros con quien lo contradijera en la Granada conservadora donde vivÃa, habÃa enviudado pero rápidamente encontrado otra pareja, para entonces una jovencita que podÃa ser su nieta.
En ese tiempo el abuelo Francisco enfermó y fue abandonado por su nueva familia. Don Gilberto se enteró y lo llegó a traer para acogerlo en su casa. MarÃa, madre del obispo, lo bañaba y lo cuidaba hasta que se recuperó y regresó a la casa de la jovencita con quien vivÃa meses antes. “Ese ejemplo de servicio y de perdón de parte de mi padre, es bello y me formóâ€, dice Mata.
Hace unos dÃas volvió a recordar al abuelo mientras escuchaba un cuento en el programa radial Los Cuentos de Pancho Madrigal. Como el abuelo le llevaba muchos años a su última pareja y con ella habÃa tenido varios hijos, todos sus familiares y vecinos le decÃan que esos niños no podÃan ser de él. “El abuelo se ponÃa enojado que le dijeran que la jovencita lo estaba engañandoâ€, recuerda el obispo, sonriendo, y entonces dice la frase que el abuelo repetÃa y que escuchó en la radio esta semana: “Si es mÃa la vaca, es mÃo el terneroâ€.
Casa
La Osa, una perra blanca, le golpea la puerta a monseñor Mata para que le abra. Rasga la madera y entra hasta no perderlo de vista por donde quiera que el obispo camina: en la casa, en los pasadizos del obispado e incluso en la iglesia en la que todas las tardes ofrece una misa.
“Osa no se me despega desde que he estado enfermoâ€, dice Mata, mientras acaricia el pelaje blanco de la perra. “Parece que algo presienteâ€, dice a modo de broma, aunque con algo de verdad.
La edad, dice el obispo, no perdona, y en su historial de enfermedades se puede enumerar la diabetes, deficiencia cardÃaca y hasta problemas oculares. “La diabetes la paréâ€, dice el obispo, y explica que fue porque se realizó una cirugÃa bariátrica en el estómago para disminuir sus padecimientos en el esófago.
Años después se operó el ojo derecho porque tenÃa inflamada la retina. Durante dos años iba a inyectarse medicina en México, Colombia y Guatemala. “No quedé totalmente bien, pero el médico me salvó el ojoâ€, dice el obispo.
Los problemas del corazón fueron los que más lo sorprendieron. Por primera vez iba a un consultorio de un cardiólogo y este le sugirió una serie de exámenes. Los resultados arrojaron que una parte de una arteria estaba obstruida y la otra comenzaba a obstruirse. El infarto iba a ocurrir en cualquier momento y el médico no se explicaba cómo el obispo podÃa andar en pie. “La operación fue de inmediatoâ€, dice Mata, quien señala la parte izquierda de su pecho, en donde le colocaron un stend y un marcapasos.
Desde entonces toma medicamentos y tiene una dieta más o menos rigurosa. No obstante, a veces siente molestias en el pecho. Este jueves, como a las 11 de la mañana, tuvo una crisis fuerte pero se controló con las pastillas. “Estoy en observación durante 15 dÃasâ€, dice y agrega: “Ya es la edad, y es el tributo que le tiene que dar uno al Señorâ€.
Juan Abelardo Mata vive en el obispado de EstelÃ, en una residencia de dos pisos que se ubica frente al instituto de secundaria rural que fundó hace años. Es una construcción amplia y espaciosa en la que la cocina, estudio y comedor se encuentran en el primer piso, y para acceder a las habitaciones se tiene que subir por unas escaleras de concreto.
La residencia tiene amplios patios adelante y atrás, por donde se elevan varios árboles y unos gatos ronronean. A menos de 25 metros está la pequeña capilla del obispado, y a unos cuantos metros más, las aulas del instituto, donde el obispo Mata en ocasiones da clases de Religión.
Mata habla en un amplio comedor en la sala de su casa. Aunque de vez en cuando es interrumpido porque alguien abre la puerta. “Ella vino desde recién nacida a esta casaâ€, señala a una muchacha. “Yo la cargaba con estas manosâ€, agrega, mientras junta las dos palmas de la mano.
La madre de la niña desde que la tenÃa en el vientre la andaba regalando. Cargaba a dos niñas más, dormÃa en el suelo y se alimentaba con tortilla con sal. “Yo la traje a la casa y la llevé al médicoâ€, dice Mata. “Faltaba un mes para que tuviera y la inyecté, la vitaminé para el partoâ€, agrega.
El obispo le puso una condición a la mujer: le agarraba a la niña después de tres meses de nacida. La idea era que ella se encariñara con la niña y luego no se quisiera desprender de ella. Pero no sucedió porque pasado los tres meses, la mujer le entregó la niña a Mata. El religioso le ofreció a ella quedarse a vivir en el obispado con todas las condiciones: trabajo, pago, techo y asistencia para ella y sus hijas. Y le volvió a poner una condición: “El dÃa que la vea con un hombre, hasta allà nomás llegamosâ€, dice. “A los ocho meses estaba embarazada otra vezâ€, recuerda y estalla en una carcajada.
La mujer no se fue y desde hace 28 años es la asistente del obispo Mata. “Con ellos vivo, ellos son mi familia más cercanaâ€, dice. La mujer vive con dos niños pequeños en una casa a la par del obispo, mientras que él vive con las dos hijas mayores.
Esta tarde recibió la visita de Roberto Petray, actual magistrado de la Corte Suprema de Justicia en EstelÃ. “Yo lo forméâ€, dice Mata. “Asà como él son muchos los que han venido aquà y los he formadoâ€, agrega.
El encuentro
Desde pequeño Abelardo Mata se perdÃa de su casa y se iba caminando al lago Xolotlán. Ahà pasaba horas viendo aquella inmensidad de las aguas que acarician la zona costera de Managua. Era el único camino que conocÃa desde su casa, en la calle central, además del que recorrÃa para estudiar en el colegio Loyola.
Una tarde, cuando tenÃa 4 años de edad, una tÃa llevó a Mata y dos de sus hermanas, de 3 y 15 años de edad, a pasear al lago Xolotlán, donde ella iba a lavar ropa. Los niños inflaron un neumático que utilizaron para chapaletear, pero una ventisca fuerte los arrastró al fondo del agua.
Mata fue el único que sobrevivió porque fue rescatado por un soldado que estaba cerca de la costa. Por eso cada vez que podÃa se escapaba para buscar a sus hermanas al lago de Managua.
El niño quedó tan obsesionado con el lago que pidió recibir la primera comunión en una iglesia de un barrio cercano de donde ocurrió la tragedia. No porque le interesara lo religioso, sino porque asà podÃa ver las aguas.
El dÃa de su primera comunión le hizo muchas preguntas al catequista. Pero la que más lo marcó fue cuando se le ocurrió:
–¿Dónde están los que mueren?
–Están en Dios –dice Mata que le contestó aquel muchacho.
En ese instante, que lo recuerda como una cinta cinematográfica, decidió hacerse sacerdote. “Quise buscar a Dios para encontrarlas a ellasâ€, dice Mata, con los ojos llenos de lágrimas.