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formas de mortalidad, poetas, Carlos Gadel

Prohibido quedarse en casa

En Nicaragua no existe ninguna epidemia causada por el Covid-19, porque las fronteras del país han sido blindadas, gracias al imaginario oficial, por la protección divina. Todo lo demás es fruto de la conspiración de cerebros deformes y enfermos, que solo buscan calumniar y difamar.

Cuando a comienzos del siglo veinte uno de tantos volcanes de Guatemala entró en erupción, el dictador Manuel Estrada Cabrera mandó desde su encierro en el palacio presidencial a leer por las calles un decreto, donde se establecía la falsedad de la supuesta erupción, fruto mentiroso de una conspiración política para desestabilizar el país, dañar la economía y atrasar el progreso.

Pero la lluvia de ceniza ardiente aventada por el volcán, que oscurecía el sol, impedía al empleado público a cargo de divulgar el decreto cumplir con su cometido, y a falta de claridad debía auxiliarse con una lámpara; además de que, ante la violencia de los temblores, nadie se quedaba a oír su pregón.

En Nicaragua no existe ninguna epidemia causada por el Covid-19, porque las fronteras del país han sido blindadas, gracias al imaginario oficial, por la protección divina. Todo lo demás es fruto de la conspiración de cerebros deformes y enfermos, que solo buscan calumniar y difamar.

Los propagandistas oficiales empezaron diciendo que era una enfermedad de ricos ociosos, de manera que eso de quedarse en casa es una aberración. Algo así como una lucha de clases sanitaria, con lo que el virus se ha vuelto un asunto ideológico.

Negar que la epidemia exista en Nicaragua es un deber revolucionario; prevenir contra su diseminación, una maquinación de la derecha.

La propaganda oficial induce a la gente a amontonarse en las playas, se inventan ferias gastronómicas, se convoca a fiestas patronales. Y además de que se mantienen abiertas las escuelas y las universidades, se atrae hacia los estadios a los incautos; se montan veladas de boxeo, que la cadena internacional ESPN transmite como si fueran funciones de circo pobre, rarezas “atípicas” del pintoresco tercer mundo en tiempos de pandemia.

Pero mientras el mal es declarado inexistente, los hospitales se hallan abarrotados de pacientes que cuando mueren no pueden ser velados, y deben ser enterrados sin acompañamiento familiar, bajo vigilancia de la Policía. Y hablar del virus puede convertirse en un acto subversivo. Los deudos de los muertos prefieren callar.

El mecanismo de falsificación de la verdad viene a ser el mismo utilizado a raíz de la represión que dejó centenares de muertos hace dos años. Los asesinados nunca existieron. Las víctimas, enlistadas por los organismos de derechos humanos, habían muerto a consecuencia de riñas por drogas, pleitos callejeros, o accidentes de tráfico. El cinismo en toda su majestad, como ahora otra vez.

Las autoridades sanitarias reconocen solamente 25 casos, con 8 fallecidos, lo que, por una paradoja siniestra, convierte a Nicaragua en el país de más alta mortalidad en el mundo por causa de la pandemia. Pero se ha entrado ya en la fase de transmisión comunitaria del virus, y el Observatorio Ciudadano reporta ya cerca de 800 casos de infección en el país. Infección clandestina.
645 profesionales de la salud han firmado un documento público de denuncia, con el respaldo de todos los gremios médicos. Es tarde, dicen, pero, “en el momento de inicio del ascenso de la curva de casos graves, aún es posible realizar acciones de mitigación que reduzcan el catastrófico impacto en la tasa de letalidad y en el sistema de salud”.

Es un documento valiente, porque muchos de los firmantes se exponen a ser despedidos de los hospitales por quebrantar la imagen del estado perpetuo de felicidad en que viven los nicaragüenses, presos dentro de este increíble y fatal espejismo en el que te dicen que quedarse en casa no es más que un vicio burgués.

El autor es escritor. San Isidro de la Cruz Verde, abril 2020

Columna del día covid-19 Daniel Ortega Rosario Murillo

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