A Leonel Rugama
Lo conocí en la cafetería
un mediodía
cuando sólo era otro nuevo poeta joven que había escrito sobre uno cuyo
“nombre no apareció nunca en las viejas tablas del excusado escolar”.
Había sido profesor de matemáticas
pero después tuvo que escoger entre las matemáticas y la literatura
y eso fue lo único que le oí decir de sí mismo
porque nunca hablaba de sí mismo
y cuando en las grandes ruedas los poetas discutían
él permanecía callado con una Coca-Cola
sonriendo a veces.
No le vi otro libro más que
una Biblia que había subrayado:
“Cautivarán a los que los habían cautivado
y dominarán a sus opresores”.
Sin embargo,
sus poemas eran siempre los más aplaudidos,
sus palabras, las más escuchadas.
Hablaba siempre de justicia
decía que la juventud no podía desperdiciar esta oportunidad
y que todos los momentos eran “el momento”.
No bebía
y no recuerdo haberlo visto después de las siete de la noche.
Se perdía por largas temporadas;
aparecía de pronto en una esquina
y leía los párrafos que andaba en la bolsa
de algún poema en el que estaba trabajando.
Después volvía a desaparecer.
La última vez que lo vi
me dijo que lo acompañara a tomarse una foto
para un viaje a un país de Centroamérica.
Sonrió cuando vio el retrato porque dijo
que salía con la trompa de fuera.
Pocos meses después
la misma foto aparecía en la primera página de un diario.
Debajo de la foto estaba otra
de su cadáver lleno de sangre. Publicado en 1970, en la Revista Taller de la Universidad de León.
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