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Alejandro serrano caldera. LA PRENSA/ARCHIVO.

Crisis histórica y transmodernidad

A propósito del volumen II de las Obras de Alejandro Serrano Caldera, que será presentado el próximo miércoles en el Salón de los Cristales del Teatro Nacional a las 6:00 p.m.

Pablo Kraudy Medina

El segundo volumen de las Obras de Alejandro Serrano Caldera, volumen que continúa y concluye el anterior en su parte Escritos filosóficos y políticos e incorpora los Escritos sobre la universidad , nos coloca particularmente ante los cambios históricos, políticos e intelectuales suscitados en el mundo desde fines de la década de los ochenta, cuya interpretación inducen al autor a adoptar la posición que le ha sido característica como propuesta filosófica básica, la unidad en la diversidad.

El filósofo afronta el profundo desgarramiento del mundo, de la sociedad y el ser humano, para plantearse frente a él alternativas racionales y humanas. Frente al derrumbe de los regímenes socialistas de Europa del Este, Alejandro Serrano Caldera –al igual, en general, que el discurso liberacionista latinoamericano– se planteó la necesidad de interpretar ese hecho histórico y el cambio de sensibilidad que ha venido emergiendo en el mundo occidental, incluida nuestra América, como lo constatan en sus estudios algunos cientistas sociales de la región. En esa línea se han colocado Gabriel Vargas Lozano, Pablo Guadarrama González, Arturo Andrés Roig, Adolfo Sánchez Vázquez, Franz Hinkelammert, entre otros. La acera opuesta a ellos ha sido transitada por Vargas Llosa y Octavio Paz.

Estamos confrontados a una crisis que marca el inicio de una nueva fase de la historia -no el fin de la historia, y quizá tampoco el fin de la Modernidad y los inicios de la, llamada por algunos teóricos, postmodernidad-, fase que Alejandro Serrano Caldera prefiere llamar metamodernidad o transmodernidad, significando con ello que el tiempo presente, las transformaciones del mundo actual, más que sustituir la Modernidad, la prolongan y trascienden, configurando una Modernidad más moderna —“modernidad de la modernidad”, indicaba Zea—.

Desde hace algunos años el término transmodernidad ha sido utilizado en diversos medios intelectuales, atribuyéndosele connotaciones diferentes. La española Rosa María Rodríguez Magda ha señalado refiriéndose al mismo:

“La Transmodernidad prolonga, continúa y trasciende la Modernidad, es el retorno de algunas de sus líneas e ideas, acaso las más ingenuas, pero también las más universales es un retorno, la copia, la pervivencia de una Modernidad débil, relajada, light como etapa abierta y designación de nuestro presente, intenta, más allá de una denominación aleatoria, recoger en su mismo concepto la herencia de los retos abiertos de la Modernidad tras la quiebra del proyecto ilustrado. No renuncia hoy a la Teoría, a la Historia, a la Justicia Social y a la autonomía del Sujeto; asumiendo las críticas postmodernas, significa delimitar un horizonte posible de reflexión que escape al nihilismo, sin comprometerse con proyectos caducos, pero sin olvidarlos”.

Por otra parte, la hipótesis de trabajo del seminario “Gouvernance et civilisations”, en 1998, sostenía que el tiempo presente era tiempo de cambio histórico, en donde “Occidente se halla en plena transición entre la modernidad y la transmodernidad, mientras que una parte importante del resto de la humanidad ve el mundo a través de una visión agraria y premoderna”.

La crisis histórica en curso y la apertura al tiempo nuevo nos colocan frente a una disyuntiva: ante la posibilidad de “desarrollar de manera extraordinaria los verdaderos valores universales”, o, por el contrario, la de “perecer culturalmente dentro de unas décadas, en la avalancha de una tecnificación que no se detiene ante la identidad de las culturas ni ante las diferencias” (Serrano Caldera, Obras, II, p. 260). El desafío, afirma Serrano Caldera, está en definir la manera conforme con la cual debemos integrarnos a un mundo globalizado, no ya reproduciendo en el cuadro de la Modernidad eurocéntrica la marginalidad en la historia sometida esta vez al dominio total ejercido por un poder planetario, sino “contribuyendo a la formación de una civilización planetaria que sea fruto de la unidad en la diversidad, neutralizando los riesgos de transformarnos en sólo consumidores de mensajes estandarizados que erosionan nuestra identidad y valores y transforman a la civilización en un monstruoso engranaje de la uniformidad” (Serrano Caldera, Obras, II, p. 260).

El concepto de universalidad que da razón de ser de una sociedad mundial, de una auténtica comunidad planetaria, no es la “universalidad” constituida por nuevos modelos hegemónicos y totales, que no es sino otra más compleja y sofisticada forma de dominación de los pueblos, sino el de una universalidad surgida del respeto a la diferencia y de la coexistencia y retroalimentación de las culturas.

“Lo verdaderamente universal en la cultura -agrega- es lo que unifica en su propia heterogeneidad dentro de una articulación determinada que permite no sólo que las culturas diferentes coexistan, sino también que sean capaces de retroalimentarse. Ésta es una de las labores inmediatas a desarrollar: construir una ética de la racionalidad, del desarrollo y de la democracia, para adaptar críticamente los sistemas tecnológicos en forma tal que pueda aprovecharse lo mejor que conlleva la maravillosa experiencia de la ciencia y la tecnología y, a la vez, evitar que una transferencia cultural acrítica e inconsciente nos conduzca, en un tiempo no demasiado largo, a la abolición de nuestro propio rostro y de nuestro propio rastro” (Serrano Caldera, Obras, II, p. 261).

La Prensa Literaria

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