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LA VIEJA MANAGUA y la emblemática estatua de Montoya. LA PRENSA/ ARCHIVO

Arde ParÍs

Al día siguiente llegó con un pizarrón, una caja de tiza, un abanico de libros y revistas entre ellos

Nací en el barrio Sajonia, un enclave de la vieja Managua que dormía entre el Redentor, la Enaluf, La Tribuna y un enorme patio vacío adonde jugaban los “chavalos vagos”, como les decía mi hermana, que venían del lado de La Caimana a jugar “hand ball” contra el equipo de “los cheles” como les decían a los Sengelman, quienes vivían en el mismo barrio. La casa alquilada y sobria de mis padres era de dos pisos, y desde arriba se dominaba el patio vacío que cubría más de dos manzanas. El patio era de tierra roja, mezclada con vidrios, plantas de dormilona, barriles vacíos, zacate limón, cagadas de caballos, vacas y patos, senderos ocultos que escondían gemidos y mostraban parejas, una estación improvisada de carretoneros equinos, tres ceibas colosales y nueve palos de papaya, que inexplicablemente —pues no eran regados ni cuidados por nadie— producían las frutas más dulces que jamás probé. Tenía yo ocho años cuando me atropelló un taxi en la esquina, y mi padre decidió no enviarme al Centro América por seis meses mientras me observaban, pues nadie se explicó cómo después de volar 15 metros y aterrizar en la casa de mi tío el médico Alfonso Moncada Guillén, no tenía ni un solo morete. La Lola, la cocinera de mi casa, me quería mucho y me daba compotas de aceite de bacalao, caldo de garrobo, me frotaba las piernas con alcanfor, y me las amarraba con compresas de manzanilla, pues todos juraban que había algo reventado por dentro que debía salir, pero nunca salió. Su marido, don Emiliano, de ocupación zapatero y el único alcohólico que jamás vi borracho, llegaba todas las tardes a recogerla, y al verme sin ir a la escuela, decidió que él me daría clases en mi casa. “Este niño nació viejo”, le dijo a mi madre y “necesita leer para saber que está vivo”.

Al día siguiente llegó con un pizarrón, una caja de tiza, un abanico de libros y revistas entre ellos La Ciudad y los Perros , Las Aventuras de Tin Tin , El Mago de Oz, Vanidades , varias Bohemias viejísimas; un libro grueso de los anarquistas ibéricos que narraba la masacre de Casas Viejas, un libro enorme de historia y geografía del Ramírez Goyena; Fuenteovejuna ; y un radio Phillips con dos botones al frente y de plástico duro de color verde. Don Emiliano llegaba a la 1:00 p.m. y con él terminé de aprender a querer a los libros porque “con ellos viajás sin moverte, llorás sin mojarte, y tocás sin quemarte”.

Con Don Emiliano aprendí los nombres de los afluentes del Siquia, el Mico y el Rama. Supe que había una Nicaragua Misquito y Angloparlante abandonada más grande y linda que la que yo conocía. Aprendí que los picos más altos empezaban todos con la misma letra: Mogotón, Mombacho, Musún, Maderas y Momotombo. Con don Emiliano me montaba en mi parapente mental y me deslizaba por los farallones del Cosigüina, pasando por los Maribios, y me bajaba en la Isabelia, para aterrizar en Greytown, adonde según don Emiliano, había un sepulturero en el cementerio judío que sabía los secretos de las castas sociales en Nicaragua. “Todos entraron por Greytown”, decía don Emiliano, y en “este pueblo el que no fue negro, fue negrero”. Y aunque nos metimos una tarde para yo poder entenderlo, con don Emiliano aprendí que los políticos son bichos que viven de las debilidades de los que callan, y que sus adláteres son peores, pues además de decir sólo lo que aquéllos quieren escuchar, son tan mimetizantes y serviles que van a las masas a buscar apoyo cuando quieren botar a sus escuchantes, y de esa manera empezar el ciclo de nuevo con un nuevo líder. En el Phillips aprendí a sintonizar por las tardes a “Tamerlan el Magnífico” y las noticias de la Unión Radio, por cuyo medio supe que los “piripipí” en medio de la noticia significaban la muerte de alguien y la perduración vitalicia de otros. Hasta que apareció el primer tractor. Era amarillo y decía DT3 en su panza. Llegó, y con su cuchilla asesina, empezó a violar el patio vacío. Mi patio. Adonde yo me escapaba después de las clases con don Emiliano a ver, escuchar y oler a mi Managua. El mismo patio en cuyas esquinas gozaba yo escuchando a los taxistas negociar sus pasajes desde sus viejos Hillmans; aquel patio que escondía los amores de los choferes y las deadentro quienes fornicaban bajo las ceibas estando siempre equidistantes de la iglesia, el súper o la casa de los patrones; el mismo lugar que albergaba la fritanga de cuatro horcones que servía a los oficinistas vecinos, a los guardias de la Loma, a los curas del Redentor y a los estudiantes del instituto. Aquello era todo para todos y yo se los prestaba. Pero en el fondo, los huéspedes y usufructeros del patio vacío lo conocían y lo vivían a pedazos, yo lo vivía y lo conocía todo. En vano traté de protestar por la presencia del tractor. Más bien me busqué una apaleada de mi madre por ponerle piedras entre el zacate limón al tractor para que se le quebrara la cuchilla; perforar zanjas con la gente de La Caimana y echarle agua al tanque de diesel.

Don Emiliano sugirió que regresara al Centro América. Y así fue. El patio parió un edificio cuadrado llamado el “Teatro Aguerri”. Cajoide de aspecto, tardó más de 12 meses en estar listo. Aquel furúnculo debía ser inaugurado y se escogió para dicho evento la película Arde París . En esos doce meses casi no vi a don Emiliano, yo estaba estudiando con los curas y él se perdió con su amigo Saúl, un sastre anatómico estudiado en Medellín. Unos dicen que se fueron a la isla de Padre Ramos con unos Rosacruces a una sesión de iniciados; otros dicen simplemente que se fueron a beber guaro. Llegó el día de la premiere y toda mi calle estaba copada de guardias, fotógrafos, gente de la OSN (guayaberas blancas y anteojos oscuros), y docenas de policías de tránsito. Como a las seis de la tarde estaba aquello al reventar, cuando llegó don Emiliano en su moto “Triunfo” con otra persona más. Mario Martín, me dijo: “Ahora sabrás en práctica lo que aprendiste en teoría”. Al principio no entendí, pero como así era él, me dejé llevar. El amigo de la moto era el encargado de proyectar la película. Don Emiliano pasó como su ayudante y yo como hijo de él. Subimos al segundo piso y entramos en el cuarto de proyección. La máquina era marca “Cineplex” y tenía una mecha parecida a una candela romana. El cine estaba al reventar pero todo el mundo estaba en el “lobby”. Desde arriba se podía ver todos los asientos abajo. Habían dos de ellos en el centro que tenían dos panfletos encima de las butacas. Dejaron entrar a unas 20 personas y todas querían estar cerca de esos asientos, se pelearon, se gritaron, en fin aquello fue un show hasta que llegó alguien con autoridad y calló aquel escándalo. “Ésos son los ministros”, me dijo don Emiliano. “Todos quieren estar cerca del hombre, igual que las cucarachas que buscan la mierda”. Seguía yo sin entender, cuando abajo entró una persona alta, apaperada, de anteojos de marco grueso negro rodeada de guardaespaldas. A mí no me llamó tanto la atención “el hombre” sino la dama que llegó con él. Era frágil de aspecto, cubierta con un vestido blanco de satén a pliegues, y un sombrerito blanco de corte tricorniano. Desfiló por la alfombra cual garza lacustre, sin cadencia, sin esfuerzo. De buena estatura, apenas saludaba a los que se morían por una mirada suya. La dama gritaba clase, realmente no se comparaba con las libélulas tropicales que papaloteaban a su alrededor. Empezó la función al encenderse la candela romana de la “Cineplex”. El pleito abajo seguía soto voce. Los que estaban cerca del “hombre” perdían sus asientos cuando se levantaban al baño. Nadie vio la película, todos fueron a ser vistos viéndola, nada más. “Mijo”, me dijo don Emiliano, “aquí están los que mandan en esta hacienda, la masa está afuera”. “Cuándo se levantará la masa”, pregunté. “Difícil —me dijo él—, pues la masa alimenta a las loras sólo para ser cagada después”. La dama salió antes que terminara la función, el “hombre” salió por detrás al término del espectáculo. Don Emiliano murió en el terremoto del 72 allá por las Delicias del Volga. Yo me regresé a mi casa y seguí en el parapente.

La Prensa Literaria

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