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LA PRENSA/ARCHIVO.

El poeta y su vecino

El poeta estaba en la ventana de su casa, pensando como siempre, guardando peldaños en la memoria, las manos entrelazadas, sostenido entre sus codos, viendo la lejanía y la perspectiva de diámetros opuestos. Desde allí, oyó los golpes de la vida en el horizonte, ocurrencias que se le aparecían en imágenes azules y deformes:


Por Pedro Alfonso Morales

A Horacio Peña

 


El poeta estaba en la ventana de su casa, pensando como siempre, guardando peldaños en la memoria, las manos entrelazadas, sostenido entre sus codos, viendo la lejanía y la perspectiva de diámetros opuestos. Desde allí, oyó los golpes de la vida en el horizonte, ocurrencias que se le aparecían en imágenes azules y deformes:

¡Ah, la poesía madre que va pariendo, puteando a veces a la deriva, discurriendo y llenando la soledad con los silencios que pocos oyen sus vidas!… ¡Ay, el mundo sin poesía es infinito, sin sal, ni azúcar, ni pan, ni llanto, ni lágrima, ni locura necesaria para vivir!… ¡Ah, la poesía, puta madre, dame vida e industria! ¡Tráeme tu boca para hablar y tus piernas para llenarme de caminos y seguir sin descanso!

Chico de los Palotes, iba ligero para no llegar tarde a su trabajo en el campo. Allí lo esperaba la tierra para sembrar los granos que dan la comida y las aves de corral, el ganado vacuno, y las frutas que cuelgan de los árboles, como memorias honradas. Cuando vio al poeta en la ventana, lo saludó con entusiasmo.

-¡Adiós, vecino! -le dijo. ¿Descansando? -preguntó Chico.

-¡No, amigo, trabajando! -contestó el poeta.

Chico de los Palotes terminó su jornada a las once de la mañana. Ya estaban los granos puestos en su lugar, listos para germinar y nacer y crecer y producir el alimento de la familia y la comunidad. El ganado volvió del abrevadero y retozaba entre el pasto verde, rumiando sal y melancolías. Las frutas amarillas recogió para llevarles a sus hijos y sintió satisfacción y tranquilidad.

Cuando pasó por donde su vecino, vio que el poeta cortaba la maleza del jardín. El lírico abundaba bajo el sol incandescente, con una pala en la mano, echando tierra a las matas descarriadas o cortando las puntas que deformaban la mirada. Pensó que al poeta se le resbalaban las tejas, porque aporcar matas, cortar ramas y regar jardín, eran labores de la mañana y no del medio día. Sin embargo, cuando pasó cerca del poeta, le dijo:

– ¡Adiós, vecino! ¿Trabajando? -le preguntó.

El poeta, que cortaba matas, quitaba malezas, y arreglaba el jardín con tanto esmero, como si limpiara el poema, o sacudiera la prosa, le sonrió a su vecino con entusiasmo. Y mientras secaba el sudor de la frente con un pañuelo, le contestó con serenidad:

¡No, amigo, descansando!

La Prensa Literaria

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