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LA PRENSA/AP

Cuando la tierra de Chile tembló

El Boeing 751 de Copa iba rodando sobre la pista. Eran las 8 de la noche en Chile, pero el sol todavía alumbraba como si fueran las cinco y treinta de la tarde en Managua.

El Boeing 751 de Copa iba rodando sobre la pista. Eran las 8 de la noche en Chile, pero el sol todavía alumbraba como si fueran las cinco y treinta de la tarde en Managua.

Tronaban los motores y se erizaban las alas deteniendo aquel inmenso pájaro metálico. De pronto, desde mi asiento 1C, contemplé la cordillera andina con matices de azul obscuro entre plomizas nubes. En segundos vino a mi mente la fatalidad de un terremoto: el ruido aterrador, aquellas imágenes imborrables vistas en Managua en 1972 desde el hotel Primavera… ¡Oh Dios mío, no! ¡Aparta de mi mente ese apocalipsis!… Y en silencio empecé a rezar: Ángel de mi guarda, dulce compañía… Bendita sea tu pureza… Sí, yo creo que existe el ángel que lleva mi nombre y que el manto cerúleo que porta la Virgen como un trozo de mar, o su plural que es “maria”, nos protege.

Aquellas oraciones que desde mi niñez aprendí pronto limpiaron mi mente. En Panamá habían subido mis amigas académicas Berna Pérez de Burrell y Margarita Vásquez. A la primera la acompañaba su esposo. Con cierta facilidad hicimos el trámite de aduana y en la banda 3 recogimos nuestros equipajes. A la salida del aeropuerto estaba el conductor que nos llevaría al hotel Crawne Plaza. Gentilmente nos condujo al vehículo y acomodó nuestras maletas. Curiosamente el parqueo de aquel aeropuerto estaba bastante vacío. Empezamos la marcha. El sol ya se había sumergido, pero dejaba en el horizonte brochazos desteñidos de magenta y cian.

—Señores —nos dice el conductor—, esta noche no es para dormir, es para parrandear. Vean esa hermosa luna…

La luna estaba grande y ya se empezaba a llenar de amarillo.

— ¿Qué sale a hacer la luna que evoca la palidez de la muerte y el gemir de los lacrimosos románticos? ¿Pero esta luna chilena no es la misma luna nicaragüense del 23 de diciembre de 1972?

—Este es el río Mapocho que baja desde los andes y corre por la ciudad —dice el cicerone que nos conduce.

—A su derecha tienen el mercado, ese de fachada crema. En él encontrarán los mejores vinos, los mejores mariscos y los mejores precios…, por ahí derecho se va al cerro San Cristóbal que es el mejor mirador para apreciar la ciudad de Santiago.

El traslado se ha hecho breve, hemos visto un trozo de la ciudad, hemos pasado por aquellos puentes que ahora no existen, hemos transitado por un túnel que pasa debajo de un río, hemos hecho una vuelta estrecha y salido a una pista ancha, La Alameda, y estamos en el hotel donde el día 27 iniciaríamos las sesiones de trabajo de la comisión interacadémica, para analizar los aportes panhispánico de la próxima Ortografía de la Lengua Española.

Iniciado el registro de cada uno en el hotel, bajan a saludarnos los españoles: don Víctor García de la Concha, don Humberto López Morales, don Salvador Gutiérrez Ordóñez, doña Pilar Llull y doña Elena Hernández. Hay muestras recíprocas de amistad, preguntas sobre compañeros que viven más allá de uno y otro océano. Cenamos en un ambiente de camaradería; en la mesa también están José Moreno de Alba, especialista mexicano en el español de América, Francisco Pérez, de Venezuela, José Antonio Moreno Ruffinelli y su esposa, ambos de Paraguay; Raúl Rivadeneira Prada y el helenista Mario Frías Infante, los dos de Bolivia. Deliciosa la comida y excelente el vino que ha catado Moreno de Alba.

Nos retiramos a nuestras habitaciones. Me siento cansado, dos noches atrás me he acostado tarde y levantado temprano, abro la valija y saco únicamente el cepillo de dientes. Me desvisto y dejo la ropa a un lado de la cama. Yo ocuparé únicamente una parte, aquella donde cabe mi cuerpo sin moverse; quiero guardar mi pasaporte y el dinero en la caja de seguridad de la habitación 1604, pero ésta tenía algún desperfecto o no habré entendido las instrucciones plenamente, pues no respondía a la clave que le deseaba poner. Estoy cansado y dejo el pasaporte y la cartera sobre la mesa de noche. No enciendo el aire acondicionado, me acuesto sobre las sábanas y frazadas. Debí dormirme de inmediato.

En la madrugada me despierto con frío y tomo unas almohadas y las pongo junto a mi cuerpo para no levantarme y meterme entre las sábanas. Estoy despierto todavía cuando empiezo a sentir un movimiento suave que rápidamente empieza a crecer y mecer el edificio de 22 pisos. Se escucha aquel ruido aterrador e indescriptible. Empiezan a caer cosas dentro del cuarto. En el piso 16 siento como si aquella torre de concreto fuera una palmera azotada por un huracán, el movimiento es terrible, es como estar montado en un toro mecánico y el edificio parece ser una serpiente gigante que se contorsiona furiosa. ¡Dios mío…! Por mi cerebro pasan las imágenes de mi vida como si fueran las del juicio final. Estoy lejos de los míos, seguro que no me encontrarán. Empezaré a ser bueno para todos porque todos quieren a quienes se han muerto.

¿Qué ocurrirá primero: se quebrará el edificio o se me destrozará el corazón? Los segundos son horas, no puedo correr…, me agarro de la manivela de la puerta del baño, veo que se interrumpe el fluido eléctrico de la ciudad, la imagen del último foco que se apaga queda grabada en mi mente, viene la oscuridad; pero pronto como cuando pasa una nube que oscurecía el sol o la luna, aparece una tenue luz. Es la luna llena como aquella de Managua del 23 de diciembre de 1972 que no apagó sus interruptores y alejó las tinieblas conjuradas con el dolor y la muerte.

Pasado el sismo, algunos huéspedes abrieron tímidamente las puertas de sus habitaciones. Funcionaron en los pasillos las luces de emergencia de la planta eléctrica del hotel. Algunos querían usar los ascensores, pero éstos no obedecían.

Yo les gritaba: —Es muy peligroso usar los ascensores. Hay que bajar por la escalera.

Un joven que vestía chaqueta de cuero me replicó:

—Bajar 16 pisos por la escalera es demasiado.

—Es la única ruta. —Le respondí y me siguió y también otros que no sabían qué hacer.

Bajábamos rápido, pero con cautela, en el camino encontramos algunos zapatos y una que otra prenda de vestir. Cuando llegamos al piso tercero se interrumpieron las gradas. ¡Instantes de zozobras! Pero descubrimos un letrero que nos indicaba una puerta que se debía abrir, lo hicimos y vimos que la escalera continuaba por la parte externa del edificio. Allí fuimos encontrando trozos de ladrillos y abundante arena y cemento del repello de las paredes. Antes de llegar a las últimas gradas había una cantidad de vidrios y trozos de ladrillos caídos. En ese lugar estaba mi amiga Elena Hernández del Español al Día de la RAE, quien se había bajado descalza, pero no seguía por los vidrios.

—No te quedés aquí, es peligroso —le dije.

—No puedo seguir, no tengo zapatos.

Pensé bajar y tirarle mis zapatos, pero no sé en qué momento ni con qué fuerzas contaba cuando le pregunté si quería que la chineara y lo hice. Avanzamos, pasamos el lugar peligroso, pero antes de ponerla sobre sus pies, tropecé con un trozo de viga y caímos al suelo. La misma viga condecoró mi pierna izquierda con dos excoriaciones como si fueran dos medallones: una en el empeine y la otra a un lado de la rodilla. En Managua, Gloria María, mi esposa, limpió la sangre seca que manchó el pantalón.

Por el lugar donde bajamos había otros edificios muy altos, el personal del hotel auxiliado con linternas empezó a conducirnos hacia la entrada de éste que está frente a La Alameda, donde había una plazoleta y una calle ancha que nos permitiría correr hasta el centro de la misma, frente a la eventualidad de una réplica.

Los académicos que estábamos ahí para analizar aspectos de la próxima ortografía y participar, posteriormente, en el V Congreso Internacional de la Lengua Española nos empezamos a buscar y a reunirnos. La académica Berna se separó del marido mientras bajaba. Angustiada y desoyendo nuestras razones de quedarse donde estaba, se devolvió a buscarlo, más tarde estaba contenta porque lo había encontrado. Por las calles, la gente corría. Los semáforos funcionaban no sé cómo, porque no había luz en la ciudad; pero los carros no hacían caso a las señales, corrían desesperados, se oían las sirenas de las ambulancias y se veían sus luces intermitentes. Entre la gente que caminaba desbordada por las aceras, un joven gritaba como voceando un periódico y blasfemando contra la Patria: ¡Chile está maldito, Chile está maldito! Lo oímos cuando se acercaba a nosotros, lo vimos cuando pasó frente a nosotros y lo volvimos a escuchar cuando se fue alejando de nosotros.

Ahora que he vuelto a Nicaragua, he rogado a Dios por aquella noble tierra que fue en el siglo XIX la Atenas de América, la que recibió a nuestro Rubén Darío, a la que cantó nuestro Panida, la que consagró a nuestro poeta como “el padre del modernismo”. Dios salve a Chile y junte sus vigores dispersos para que sus hijos resurjan desde el dolor que acrisola y da orgullo a la raza y humanismo a los pueblos. ¡Viva Chile!

La Prensa Literaria

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