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LA PRENSA/ AGENCIA

Aurora del Ocaso

Por fin llegó a Finlandia. En ese momento, la puerta de la cabaña de la tía Ágata se abrió porque salieron unos chiquillos corriendo detrás de un perro. Cierta penumbra matizaba la luz en el interior.

Gloria Elena Espinoza de Tercero

Por fin llegó a Finlandia. En ese momento, la puerta de la cabaña de la tía Ágata se abrió porque salieron unos chiquillos corriendo detrás de un perro. Cierta penumbra matizaba la luz en el interior.

Al entrar se encontró una imagen como para un óleo de Vermeer o de Cassatt. Rocío, sentada en una butaca recibía luz por la ventana. Una pañoleta blanca en su cabeza ocultaba su melena roja. Apenas se atisbaban rizos delgados bordeando su frente.

Su rostro lucía levemente inclinado y apacible. Fijaba su mirada en el bordado sobre una tela sedosa tensada por un aro. Su mano con la aguja y el hilo, entraba y salía con suavidad, digna de la seda y del paisaje, brotando en colores bronceados. A su lado, en un costurero, sobresalían las garruchas de hilos, cintas, flores de tela y cera, tijera, botones…

La observó más frágil, más delgada. Vestía falda recogida, blanca, con una blusa azul por dentro, y un mantón verde, como la bufanda cuando la encontró en el Aurora.

Ella no se percató de su presencia pues los chiquillos y el perro corrían por todos lados gritando y riendo. La contemplación le proporcionó sensación de flotar. Deseaba prolongar ese sublime momento…

Ella, como presintiendo algo, levantó poco a poco la cabeza hasta fijar los ojos en los suyos. Quedó con la aguja en el aire… Le parecía mentira. Con sus labios entreabiertos, no pudo musitar palabra hasta pasados algunos segundos. Le salió un murmullo…

—Guillermo…

Puso su bordado en el costurero sin dejar de mirarlo. Se levantó sin saber qué hacer. Llevó sus manos a la boca. Le salieron las lágrimas y quedó inmóvil.

Musitó:

—Estoy soñando… Guillermo… Guillermo… Sí, eres tú, mi Guillermo…

Era su Guillermo, de mediana estatura, delgado. Ojos grandes y lánguidos. Largas pestañas y cejas negras tupidas. Nariz aguileña. Labios seductores; cuando reían iluminaban el mundo.

Su frente lucía más amplia, acusando su calvicie incipiente. Sus brazos… esos brazos que la abrazaron, primero con timidez, y luego con ímpetu del que creció en un instante al explorar su cuerpo virgen. Quien tenía frente a ella, era el amor de su vida.

Su rostro se transformó. Feliz, incrédula, sólo las lágrimas podían expresar esa suma guardada. Estaba ahí. Guillermo estaba ahí. ¡Volvió!

Avanzó hasta ella… Se miraron largamente, con risa, con llanto, con besos de sus ojos. Se tocaron el rostro como cuando tanteaban hacerlo por primera vez en el Aurora, acercaron sus labios, tocaron sus mejillas. Él secó sus lágrimas. Tocó su sonrisa. Repasó sus labios con la yema de los dedos. Por último, se abrazaron con la mayor ternura del mundo sintiendo su pelo, sus cuerpos, sus temblorosos corazones. Con una caricia equilibrando todo, borrando de un plumazo el pasado.

Cerraron sus ojos para suspirar con gusto. Nada podía intervenir en ese momento tan maravilloso. Sí, era maravilloso, dulce, increíble. Los niños retozaban con el perro y gritaban. Pero nada importunaba. Ese momento era único, como para detener el mundo, como para detenerlo para siempre.

La Prensa Literaria

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