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LA PRENSA/ARCHIVO

¡Ah, mi abuela, juega futbol!

Mi abuela es una anciana aún bonita, porque fue guapa en su tiempo. En su rostro puedo imaginar dos camanances risueños. Uno de sus ojos, que no abre por la vejez, tiene el azul de una pupila del cielo de abril. Su cabello blanco, blanquísimo, perfecta plata, tiene fama de permanecer intacto desde los quince años, pero ¡mentira! ya se le está cayendo. Sus piernas de bailarina son las que mejor muestran su energía.

Por Pedro Alfonso Morales

Mi abuela es una anciana aún bonita, porque fue guapa en su tiempo. En su rostro puedo imaginar dos camanances risueños. Uno de sus ojos, que no abre por la vejez, tiene el azul de una pupila del cielo de abril. Su cabello blanco, blanquísimo, perfecta plata, tiene fama de permanecer intacto desde los quince años, pero ¡mentira! ya se le está cayendo. Sus piernas de bailarina son las que mejor muestran su energía.

Mi abuela amaneció triste y no se levantó. En su cama de lona pasa el día desanimada. Ya no come, ni se baña, ni camina por el patio. Está flaca, muy flaquita y ni agua bebe. Ha perdido lucidez y dice tonterías de su juventud. En las tardes relata los años de su vida, pero nunca termina de contar. Ha olvidado los números.

—¡Vos, muchacho!, ¿qué sigue después de veinte? —pregunta angustiada, desde su cuarto.

—¡Veintiuno, abuela! —le respondo desde el patio, encajado en un naranjo.

Mi padre le llevó un par de gatos. Quería que la acompañaran en su cama y le dieran el calor que niegan las sábanas. Al principio, la abuela los aceptó con cariño, y jugaba y platicaba con ellos. En la noche desaparecían, porque buscaban ratones en la vecindad. Ella nunca se fio de los gatos, porque sacaban las uñas y la arañaban.

Una tarde la abuela despertó asustada. Uno de los gatos le arañó la espalda. El animal se lanzó sobre la cocina y la abuela también. El gato subió la solera y la anciana lo aporreó. La señora agarró una escoba y lo siguió arriba de la casa. Allí, se oían los maullidos del felino y los escobazos de la abuela. El gato cayó del techo y se quedó inmovilizado, muerto. Cuando la abuela quiso agarrarlo, salió corriendo bajo las sillas.

La abuela perdió la tristeza. La alegría le llegó de los misterios del gato. En el patio saltaba sobre los árboles con sus piernas de bailarina. Tenía tanta fuerza para saltar tras los animales. Jugaba conmigo y reía a carcajadas como una niña. Ella brincaba por todos lados.

—¡A ver, sígueme, mocoso! —me decía la abuela. Yo la seguía, pero no la alcanzaba. Ella volaba con sus saltos de gata. ¡Mi abuela era una diabla saltando por la vecindad!

La abuela me llevó al estadio de futbol. Había gente en todas las graderías. Estelí y Diriangén, eran muy buenos equipos. Mi abuela era fans de los diriambinos, porque allí jugaba Livio Bendaña, su amigo.

Entramos al estadio y jugaban el minuto 20, sin goles. El juego estaba cero a cero. Al minuto 35, Estelí metió par de goles. La gente gritó enloquecida. Los chicheros en las graderías, ejecutaron un son de toro que levantó a los fanáticos de sus sillas. Detrás del estadio, lanzaban cohetes que reventaban encima de nosotros. Los gritos y los cohetes enfurecieron a mi abuela… ¡Ay, abuelita, para qué me llevaste al estadio de futbol! ¡No sabes perder, abuela!

Mi abuela saltó la barda y entró al campo. La rechifla de la gente no esperó más gritos. Callaron los chicheros y los cohetes. No hubo ruidos y la gente enmudeció. El periodista que narraba el partido trituró un pollo en la garganta. Tartamudeaba la radio en el estadio mudo. Ni moscas volaban. Los fanáticos callaron asombrados.

Mi abuela corrió detrás del defensa y con una patada atravesó al portero del Estelí. El hombre debajo del travesaño no miró pasar el balón. Mi abuela corrió por la derecha. Al delantero que la perseguía le metió la pata y cayó el hombre al piso. Y con un cabezazo metió otro gol y empató el partido al minuto 45. Terminó el primer tiempo entre alaridos de los fanáticos.

La gente despertó del sueño. No creían lo que miraban. El locutor de la radio machacó otro pollo atravesado en el gaznate. Y gritó enloquecido:

—¡Vean a la vieja cómo patea el balón! ¡Vean cómo salta y cabecea la vieja! ¡Es una vieja elástica y súper eléctrica! ¡Gol de la vieja cotonuda! ¡Gol de la vieja mechuda! ¡Gooooooooool! ¡Y el juego se ha empatado, señoras y señores! ¡Esto es increíble! ¡Esto nunca se había visto ni nunca más se verá! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gooooool! ¡Éstos son los goles de la vergüenza deportiva! ¡Qué lección! ¡Una vieja nos ha dado la lección!

Mi abuela secó el sudor de la frente con su pelo blanco, brincó la barda y me sacó de las graderías. Salimos apurados del estadio, porque se moría de ansiedad. Iba muriéndose feliz en el estadio de futbol. Había hecho su sepultura con el gol del empate o de la victoria. ¡Quién lo diría! ¡Ni Pelé lo pensó alguna vez!

—¡Búscate un vaso con agua, porque me muero! —me dijo, ahogándose— ¡Ahora, ya puedo morir tranquila!

Y cuando dijo tranquila, cayó al piso desmayada, sin sentido.

—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela! —la llamé tres veces, pero mi abuela no respondió.

Minutos después la llamé. Levantó la cabeza y me preguntó:

—¡Ganamos, el juego! ¿Verdad, que ganamos el partido!

Luego, murió lentamente, con lágrimas en sus ojos. Su tristeza se convirtió en alegría, porque reflejaba entusiasmo. Estaba llena de vergüenza deportiva. Una vieja que amaba el futbol, resucitó en todos.

La Prensa Literaria

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