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Lucero Millán. LA PRENSA/ARCHIVO.

Lucero Millán

Lucero Millán con su pensamiento y acción sintetiza tres décadas de aspiraciones, anhelos, sueños y esperanzas en materia teatral. En un universo en donde cada día hay menos espacio para la utopía, esta joven dama enjuta y aguerrida, con fuerte don de mando y rigor de disciplina, es una verdadera guardiana instruida para ganar cualquier batalla contra los demonios de toda raza y color y no sólo los exteriores, sino también los interiores a los que conjuró hasta convertirlos en materia de su propia producción artística.

Por Lombardo Martínez Cabezas

Lucero Millán con su pensamiento y acción sintetiza tres décadas de aspiraciones, anhelos, sueños y esperanzas en materia teatral. En un universo en donde cada día hay menos espacio para la utopía, esta joven dama enjuta y aguerrida, con fuerte don de mando y rigor de disciplina, es una verdadera guardiana instruida para ganar cualquier batalla contra los demonios de toda raza y color y no sólo los exteriores, sino también los interiores a los que conjuró hasta convertirlos en materia de su propia producción artística.

Arrancada de sus raíces mexicanas, endosando sus abarcas de peregrina, emprendió el camino hacia nuestras tierras dispuesta a enfrentarse a la moralidad vigente y sin ninguna reticencia, con el arsenal de su inocente adolescencia, aceptó el desafío vesánico de aprendiz a tiempo completo, de constructora social en un momento cuando todos agonizábamos brutalizados por la violencia en el reino de los gamonales cerriles de turno, señores autoritarios de sello feudal, protegidos y encerrados en sus murallas coloniales.

Con el alma acorazada contra el desencanto, sin poses olímpicas, sin protagonismo de diva pilotada Lucero avanzó desarrollando sus acontecimientos dentro de una realidad que se reproduce como el resultado de una confrontación permanente y a fuerza de golpes de corazón, de batallas perdidas y ganadas, de incertidumbres desgarradoras, de crisis existenciales inventó un eficiente modelo de gestión, que a la par de su nueva propuesta estética, hizo perdurable su experiencia y le vislumbró un futuro.

La verdad camina en la historia con su propio pie, no hay más que darle tiempo y los hechos demuestran que no se puede cumplir una función transformadora sin un pensamiento y conducta ética, sin sellar la acción mediante coherencia firme. En el tremedal de nuestro mundo cultural puede ser peligroso dejar huellas de talento, pero si a esas huellas se asocia la perseverancia, la pasión, la firmeza, la valentía y sobre todo paciencia bíblica la idea puede despuntar; a partir de allí asumió forma y así nació, creció la escuela de teatro como testimonio vigente del quehacer de su vida y como triunfo palpable de su libertad personal.
Lucero Millán además de actriz es dramaturga. En una escena en el Teatro Justo Rufino Garay.  LA PRENSA/U. MOLINA.

Remontando las afluencias de la memoria y casi derrotados por las añoranzas y el fuego lento de mis vivencias busco un sentido a las cosas que he hecho y no he hecho, a lo que he sido y no he sido y olfateando tal sentido alcanzo a diseñar un gran afresco de las grandes pasiones de mi tiempo y sin mortificar el alma para que el cuerpo finja arrepentirse, reconozco en el cine y en el teatro una de esas pasiones que más de una vez alborotaron mi imaginación y a Lucero y a Enrique Polo que renunció siempre a ser un cabestro, pero que fue un excelente acólito de liturgia y ventura, que con sus antorchas encendidas activaron un sahumerio colosal con hechizos aromáticos que invadió el ambiente muy contaminado para resistir a la purificación.

Con su picardía de colegiala, de novicia arrepentida, con un perfil que nos transporta a los cuadros del holandés Johanes Vermeer de Delf, con sus ojos pequeños, vivaces, llenos de ternura, el rostro de Lucero parecía encenderse cuando hablábamos de Fellini, Visconti, Godard, Carnè, Troudeau, Buñuel, Bergman, Fassbinder, Woody Allen y tantos otros que orbitaban en nuestras misteriosas galaxias con su carga ansiosa por encontrar paralelismos y reencuentros con nuestra simple y enlatada realidad.

Siempre la motivación define y traza la trayectoria, pero aquella que persiste a la herrumbre del tiempo hasta configurarse en ética de vida, en coherencia de palabra y acción, en sentimiento racionalizado impacta mayormente y más decididamente en la articulación de lo nuevo. En la escuela de la vida lo que no mata fortalece y Lucero Millán ha visto desertar a muchos en la pista del circo como payasos cansados aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados del resplandor de los faroles, quizás deslumbrados por las tentaciones y codicias. Por fortuna su voluntad demiúrgica se mantiene incólume y la vía de escape a sus preocupaciones esenciales están siempre en la reestructuración del ser humano por el cual siempre ha interrogado al mundo con sus gestos y capacidades expresivas disponiendo de mínimos recursos.

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En una sociedad como la nuestra, no muy disímil por cierto de aquella de Sinaloa, donde mitos y tabú tardan en jubilarse, donde un pensamiento arcaico se resiste a desaparecer con una juventud que se asfixia en medio de una atmósfera enrarecida, sin saber dónde volver la vista, paralizada por el miedo y privaciones de siglos, con prejuicios convertidos en verdades cotidianas, caminar sin el Burka como asceta extraviada en un mercado de gentiles y fariseos resulta una extraordinaria proeza y más extraordinaria aún cuando Lucero con sus frágiles bártulos, pero con espíritu tenaz, indoblegable, sin entregarse a la desesperación enfrentó las costumbres calcificadas de buenas maneras y putrefacción visceral.

Con su teatro no logró enterrar la moral ignominiosamente represiva, pero sí descubrió la verdadera vida detrás de las máscaras y fantasmas que la encubría. Su obra y su labor artística tienen como fuente de inspiración la realidad de todos los días, sus temas son aquellos que angustian al ciudadano contemporáneo; mitos y cultos que pesan como una lápida sobre la mujer, son objeto de análisis y de denuncia, con investigaciones que alcanzan los aspectos más recónditos de la conciencia. Sus personajes auténticos, ricos en matices de toda índole, siempre están a la búsqueda de canales de comunicación con el personaje múltiple que es el público y como en el teatro griego de Sófocles quizás un día convertirlo en un coro colectivo. En Lucero vive y sobrevive una voluntad distinta de lo que el mundo y el tiempo quisieron hacer de ella y en el marco de sus límites y posibilidades, sin perder de vista su objetivo y su función educativa, siempre está abierta a nuevos ensayos y laboratorios de prueba que le permitan cotejar la legitimidad y validez de su trayectoria.

Esta Abadesa laica del arte sin enterrarse viva en un convento hizo votos solemnes en el altar del espíritu creativo convirtiendo su vocación en un valor supremo por el cual vivir y existir, orientó su energía hacia una relación armoniosa del ser que nos acerca a formas de mayor calidad en nuestra aventura evolutiva, haciéndonos sentir la percepción del logo según la conceptualización de la cultura helénica.

“En sopa de muñecas” firma su manifiesto en contra de las estructuras de poder erigidas para reprimir y domesticar el cuerpo social. “En mujer ya no me quieras tanto” una balada de un corazón triste, el personaje con sus baúles llenos de penas y oscuras nostalgias nos conduce por las estaciones de la vida en el tren de la desesperanza, de los deseos frustrados, de los ímpetus apagados y mortificados sin dejar de indagar sobre los misterios íntimos de los secretos femeninos, el todo en la simplicidad franciscana de su criatura más cuidada: el Teatro Justo Rufino Garay , templo para algunos de una dimensión antológica que nos rescata de las leyes de la biología y nos invita a ser miembros de una nueva espiritualidad universal.
Actúa junto  a René Medina.  LA PRENSA/ARCHIVO.

Desde una perspectiva evolutiva el teatro nacional no ha tenido una progresión lineal y ascendente. A partir del teatro religioso y barroco que dominó la era de los sesenta y setenta con actores en su mayoría no profesionales y provenientes muchos de ellos de la radiodifusión, nuestro teatro nacional, como todas nuestras actividades, carece de la falta completa de una política de Estado que trascienda los gobiernos con signos ideológicos diversos y que sea en grado de consensuar todas las aspiraciones, anhelos e intereses de este sector con la fuerza suficiente para construir sentidos y metas colectivas. Los productos culturales deben ser objetos de un cuidado especial por parte del Estado porque en ellos está en juego la identidad de un pueblo, su alma, su espíritu, aquello que lo singulariza y constituye el denominador común entre sus miembros. La cultura es y será siempre una manera de pensar, sentir y percibir el mundo que nos rodea.

En la lucha por el poder no se obtiene el consenso más la hegemonía de un grupo social. Si combatimos un poder fundamentado en el abuso y la exclusión, su destrucción histórica no puede pasar a través de un teatro percibido sobre una perspectiva de lucha de clases, aún cuando se enarbole la bandera de los marginados y se pretenda imponer sus gustos y valores. Del teatro panfletario manejado por las direcciones de agitación y propaganda de los países que implementaron el llamado socialismo científico, no nació el Homo Sapiens crítico, más el autómata disciplinado, mutilado de toda libertad creativa en medio de una retórica escalpada y sin alma que naufragó en una realidad doméstica y global pobremente teorizada. Bienvenidos los diversos grupos de teatro campesino y todos los talleres posibles con la promesa de realizar el milagro de la integración en la fruición y el deleite del arte escénico, en la educación y formación utilizando este instrumento, pero no recaigamos en el inflamado y vacío discurso de otros tiempos, en exhibicionismos revividos con mesías autosuficientes que se presentan como los únicos dueños de la verdad.

Un teatro nuevo debe ver el pasado como un depósito del que podamos recuperar más de alguna experiencia de la que aprender y alguna herencia que aprovechar, que nuestro país ciertamente ofrece en abundancia. Nada de victimismos, lamentos y lloriqueos; aboquémonos todos a crear un sistema flexible y abierto que permita el progreso con un ascensor social donde todos podamos caber y romper de una vez por todas ese espíritu de tribu que gobierna nuestras decisiones y guía nuestras opciones. Las intenciones no cuentan, sólo los resultados y cuando en el Teatro Nacional Rubén Darío podremos certificar en su público una muestra que revele la presencia de todos los sectores, sólo entonces estaremos seguros de avanzar en el combate a la exclusión y los pájaros agoreros dejaran de cantar ese paisaje desolador, de escombros humeantes, de breñas y malezas calcinadas, mientras la esperanza se refugia en los balidos cíclicos del cordero dispuesto a ser sacrificado otra vez por la gloria de una verdadera redención.

La Prensa Literaria

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