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LA PRENSA/ AGENCIA

Diferentes maneras de volar

Los pájaros serán muy originales para trinar, pero cuando se trata de volar todos lo hacen de forma parecida, agitan las alas de manera simultánea, recogen las patas y se dejan llevar por el viento flotando en el espacio.

Por Daniel Pulido

Los pájaros serán muy originales para trinar, pero cuando se trata de volar todos lo hacen de forma parecida, agitan las alas de manera simultánea, recogen las patas y se dejan llevar por el viento flotando en el espacio. Igual el águila que el ruiseñor, el zopilote o la paloma. La excepción es el colibrí, tiene forma de ave pero agita las alas como insecto, tal vez es la transición entre los dos. Yo creo que los otros animales voladores existimos, entre otras cosas, para enriquecer el planeta con diferentes maneras de volar. Por eso el vuelo irregular de las mariposas, el zigzagueante de las abejas, el terco y estúpido de las moscas o el optimista y soñador de las luciérnagas.

En esto del vuelo, hay criaturas de criaturas, Sharon por ejemplo, amiga de la familia con quien solemos compartir jornadas en el aire. No sé de dónde sacó la convicción de que la atmósfera es un tipo diferente de sustancia acuática, posiblemente ha logrado compenetrarse con la forma gaseosa del agua, razón por la cual vuela como si estuviese nadando. Entonces cuando piensa en volar debe hacer un extraño ritual previo consistente en arrodillarse sobre la tierra y rezar, con ojos cerrados, una invocación que la proteja de los seres malignos que deambulan por el cielo, tales como paracaidistas, plagas de langostas, enjambres de avispas, aviones, globos o helicópteros. Para volar Sharon inevitablemente debe usar traje de baño, biquini o entero, gorro de hule debajo del cual esconde su cabello, gafas de natación de lentes oscuros —especialmente en los días soleados— y, cuando desea avanzar rápidamente, calza aletas de goma. Ella vuela a brazadas, estilo libre, mariposa, de pecho, de espalda. En ocasiones flota boca arriba, también se deja caer como un buzo en busca de la tierra, la cual en estos casos viene a ser el fondo de su mar. Tiene resistencia Sharon, poderosos brazos, músculos vigorosos de espalda y abdomen. Las nubes para ella son como arrecifes, a veces se posa sobre un nimbo para descansar, tomar el sol, leer un libro o practicar asuntos tan ociosos como limpiarse las uñas.

Mi mujer en cambio, vuela largas distancias sin descansar, en ocasiones le basta con agitar su pelo negro o mantener la mirada fija y concentrada en algún punto del horizonte. Sólo en los segundos iniciales necesita mover brazos y piernas, pero su estilo de vuelo es avanzado en comparación con otros seres. Con un solo aletazo de sus pestañas largas puede avanzar decenas de kilómetros y, aunque puede también ascender considerablemente, prefiere volar rasante sobre los bosques, sobre los campos de flores, sobre la superficie de las aguas. Contrario a mí, ella es una criatura rural, descansa en las ramas de los árboles y en las espigas florecidas de trigo o maíz. El aire es nuestro único elemento común, en ocasiones compartimos el gusto por los marcos de las ventanas o podemos degustar algunas de las frutas que ella recoge durante sus recorridos. Mi mujer si no canta no puede volar, callada no puede despegar, el poderío de su vuelo reside en su canto. Es como las sirenas de La Odisea, sólo que su mar es de viento.

En mi caso me cuesta trabajo levantar vuelo, soy casi una criatura prehistórica: tengo que tomar impulso como los aviones y agitar los brazos vigorosamente para mantenerme en el aire. Si por alguna razón, llámese cansancio, descuido o inseguridad, suspendo el aleteo, inmediatamente caigo en picada como ladrillo. Otro detalle es que no puedo volar largas distancias, aunque puedo ascender considerablemente. Soy incapaz de volar más de doce kilómetros sin descansar. Por alguna extraña razón casi totalmente inexplicable (lo atribuyo a un asunto genético) no me puedo resistir a volar pasando entre arcos de ventanas y puertas, también me obsesiona la idea de posarme en los campanarios, en los bordes de las terrazas altas; en cambio no me llaman la atención los árboles, mucho menos los alambres eléctricos. Tampoco puedo volar cuando estoy triste, simplemente porque no me vienen ganas; en estos casos, si por alguna razón trato de despegar del suelo, los brazos no me responden, se transforman en vulgares extremidades humanas, útiles únicamente para ordinarios actos de supervivencia tales como bañarme, comer, fornicar o escribir.

Así que podrán ustedes imaginar qué clase de grupo hacemos durante el vuelo: Sharon con traje de baño y gorro de hule, volando como si estuviese nadando; mi mujer dejándose llevar, feliz flotando y cantando, con su pelo negro suelto desplegado de acuerdo a la dirección del viento. Yo, agitando los brazos como un desesperado o, para no ser tan pesimista, como un colibrí. Dependiendo de mi inspiración o de mi estado de ánimo para mantenerme en vuelo.

Sin embargo, los tres coincidimos en algo: el mundo nunca hubiese sido divertido si todas las criaturas voladoras fueran tan rudimentarias como las aves. Aunque en mi caso, debo reconocerlo, soy tan tosco para volar que casi pertenezco al triste y lóbrego mundo de las criaturas terrestres.

La Prensa Literaria

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