Por Marta A. Calero
Movió la cabeza en cámara lenta para observar y ubicó bien la oreja hacia el lugar de donde provenía aquel sonido que producía una multitud cristiana que cargaba una imagen. Esa misma multitud vendría al día siguiente bien temprano en busca de un pedazo de su cuerpo sacrificado.
“Perdona tu pueblo Señor, perdona tu pueblo, perdónalo Señor, aquel animal noble que años anteriores había proporcionado su leche para alimentar a los niños, que no conoció métodos anticonceptivos y parió crías y crías hasta secar la última gota de leche de sus tetas, hoy se encuentra imposibilitada para dar un paso, es preciso su piel, sus tripas, sus vísceras, sus músculos, sus sesos para alimentar aquel pueblo que implora el perdón.
Movió nuevamente la cabeza e inclinó sus ojos hacia el firmamento en busca de una respuesta, de pronto una lágrima asomó por aquellos ojos grandes, deslizándose en la piel curtida por el sol, el viento, el sereno y el agua.
Sin dejar de masticar aquel zacate seco que se le atoraba en la garganta, rascó con sus patas delanteras y con movimientos lentos el pedacito de tierra que hasta ese día le sostendría de pie.
Hizo reverencia como le había enseñado su madre de arrodillarse, igual que muchas multitudes en el mundo lo hacen, y movió las orejas nuevamente buscando el sentido de aquel sonido que se prolongaba como un eco en la lejanía de la calle. Perdonaaa tu pueblooo Señorrr, perdonaaa tu pueblooo, perdónalooo Señorrr.
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