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LA PRENSA/ AGENCIA

El zopilote

Un zopilote estaba mordisqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordisco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y me preguntó por qué sufría al zopilote.

Por Franz Kafka

Un zopilote estaba mordisqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordisco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y me preguntó por qué sufría al zopilote.

“Estoy perdido”, le dije. “Cuando vino y comenzó a atacarme, traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes… estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora están casi deshechos”. “¡Vete tú a saber, dejándote torturar de esta manera!”, me dijo el caballero. “Un tiro, y te echas al zopilote”. “¿En serio?”, dije. “¿Y usted me haría el favor?” “Con gusto”, dijo el caballero, “sólo tengo que ir a casa por mi pistola. ¿Se podría usted esperar otra media hora?” “Quién sabe”, le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor.

Entonces le dije: “Sin embargo, vaya a ver si puede… por favor”. “Muy bien”, dijo el caballero, “trataré de hacerlo lo más pronto que pueda”. Durante la conversación, el zopilote había escuchado tranquilamente, girando su ojo lentamente entre mi persona y el caballero. Me di cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irremediablemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.

UNA CONFUSIÓN COTIDIANA

Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano.

Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.

Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.

A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B —tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado— que baja la escalera furioso y que se pierde para siempre.

 

Franz Kafka (Praga, 3 de julio de 1883-Kierling, cerca de Klosterneuburg, Austria, 3 de junio de 1924)

 

La Prensa Literaria

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