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LA PRENSA/ ARCHIVO.

Historias de la infamia de Granada

Era la época cuando no existía la electricidad en Granada y la luz era por faroles de carburo. Casi igual que ahora pero más barato. Vivía por esos días un hombre, alto, negro, grandulón y fuerte como un toro, tenía la fama de botar de un puñetazo a un buey.

Por Mariano Marín

Capítulo I

Era la época cuando no existía la electricidad en Granada y la luz era por faroles de carburo. Casi igual que ahora pero más barato. Vivía por esos días un hombre, alto, negro, grandulón y fuerte como un toro, tenía la fama de botar de un puñetazo a un buey. La Guardia Nacional había probado el poder de sus puños. No había cuchumbo que no ganara y trago que no bebiera. Para los años treinta y tantos se dedicaba a cuidar y mantener el orden en las fiestas patronales en los salones de baile. Su puesto se lo ganó al derribar a los dos gigantes anteriores que cuidaban los salones. Solo tenía un problema, se llama: Justo Salablanca.

Para ese mismo tiempo pero en Williamsburg, Brooklyn, se encuentra en el registro civil, inscrito el nombre Edward Ostermann, hijo de un choricero alemán y una costurera judía, se especializó en degollar y desangrar terneras que luego consumían hipócritamente los rabinos en un pequeño restaurante de su papá. Era un hombre monumental, brazos fuertes y largos, piernas chuecas como de cowboy, pescuezo corto y grueso. Su pasión eran los gatos y el amor a los pájaros su problema. A finales de los años treinta en la ciudad de Nueva York se encontraron por primera vez estos dos ejemplares de una raza inexistente. Monk Eastman, cuyo verdadero nombre era Edward Ostermann, judío muy devoto y Justa Whitehall, conocido en español como Justo Salablanca. El encuentro de estos dos cíclopes modernos no fue violento como podía creerse, sino todo lo contrario. La estación de trenes del West Side se acordonó alrededor de estos dos colosos y por primera vez en la historia de la estación vieron la expresión de amor gay más explícita del mundo. Un beso que causó hasta el paro de los trenes en las vías. Meses después se dio a conocer que ambos habían ganado a la Federación Americana de Beisbol el lugar para el primer equipo de gays en las grandes ligas. The Pink Gloves.

Capítulo II

Todavía era de día cuando Monk salió de Sing Sing. Por un momento recobró la vida que había perdido en los últimos diez años, después de aquel partido entre los Medias Rojas y los Pink Gloves (Guantes Rosados), en el estadio de Rivington. Miles de los asistentes, policías y jugadores del deporte rey murieron en medio de insultos, puñetazos y quebradero de cabezas con botellas de una nueva bebida que exaltaba a los fanáticos, con un compuesto a base de Erythroxylium Coca, en forma de clorhidrato levógiro y carbonato de soda, mezclado con azúcar negra, creada por un saltimbanqui sureño descendiente de alemanes, Ernest Niemman, que a su vez vendió la fórmula a otro de la misma calaña de él, John Pemberton. Este señor Pemberton más tarde se hizo millonario vendiendo la pócima ésta, en los campos algodoneros de Luisiana y luego en Lejano Oeste a los mineros de California y a cowboys cansados de travesías por las montañas. Se cuenta que hasta Billy Harrigan, alias “The Kid”, era adicto a esta bebida, al igual que Pat Garrett, el sheriff que acabó con el más joven pistolero conocido por el mundo hasta entonces.

Monk sentía un gran dolor por todo aquello, pero más le dolía haber perdido a su amor del alma, que se había regresado clandestinamente a su Nicaragua natal, a raíz del conflicto. Justo Salablanca nunca supo qué pasó después de aquel último beso y empezar a dar porrazos con su bate Wilson de madera de Maple con que desbarató los cráneos y cuerpos de los atléticos jugadores y fanáticos de los Medias Rojas. Cuando despertó de esta pesadilla, estaba en una banca de la estación del Puerto de Corinto esperando el tren para Granada.

Capítulo III

Monk para quitarse esa cabanga, desesperación y angustia se alistó en un regimiento de infantería de marina contra su propia nación de origen, Alemania. Se sabe que desaprobó con fervor la toma de prisioneros y que más de una vez, culata en mano de su Garand 30.06m.m., impidió las capturas y destrozó cráneos en memoria de aquel deporte que tanto le gustaba: el beisbol. Aun herido y con mucha dificultad escapó de las manos del enemigo, y a escondidas se fue del hospital militar en que lo tenían recluido para regresar a las trincheras y distinguirse en los combates de Montfaucon, mientras saboreaba un Chateauneuf-du-Pape, y en Normandía. Sabemos también que, opinó en el Daily Telegrafh, diario londinense, los bailes del Bowery eran más bravos y atrevidos que la guerra.

Luego desapareció, hasta que un 25 de diciembre del 55, en una de las principales avenidas frente al Central Park, de Nueva York, acribillado con cinco balazos se encontró el cuerpo Edward Ostermann. La policía encontró en uno de los bolsillos de su chaqueta un papel escrito a mano en el que se leía: Justo Salablanca, Cementerio Municipal de Granada, Nicaragua. A su alrededor y gozando de sus nueve vidas, un gato a rayas amarillas y negras rondaba. El policía que cuidaba el cuerpo grito: “Gardfiel, fuera de aquí”.

La Prensa Literaria

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