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LA PRENSA/ AGENCIA

Hospedaje

El hombre le abrió la puerta. Ella preguntó por La Chela. La Chela no estaba. Entonces ella entró y tomó un periódico de la mesita del centro de los muebles para esperarla.

Por Victor Chavarría

El hombre le abrió la puerta. Ella preguntó por La Chela. La Chela no estaba. Entonces ella entró y tomó un periódico de la mesita del centro de los muebles para esperarla. De repente interrumpió bruscamente la lectura y miró que la cara del asesino que estaba en la foto era la del que le había abierto la puerta. Huir: eso era lo que le quedaba. Pero el hombre la sujetó con fuerza del hombro y una sensación de desmayo la invadió por completo hasta perder la conciencia.

Cuando abrió los ojos no miró al hombre y su blúmer color blanco estaba lleno de sangre. Enloquecida salió de la casa tirando la puerta con violencia. Comenzó a caminar despacio tratando de serenarse para que no sospechara la gente con la que se encontrara en su camino. Sin embargo, tal vez unos veinte metros se había alejado de la casa cuando oyó la voz de La Chela llamándola mientras se bajaba de la Toyota. Claudia bien pudo haberse hecho la sorda, pero el llamado fue como un lazo del que quedó atada y del que su amiga no dejó de tirar hasta hacerla regresar. Mintió: le dijo que había pasado tocando la puerta para saludarla por ser día de su cumpleaños, pero que nadie le había abierto.

La Chela entonces sacó la llave y abrió la puerta de la casa para que entrara, pero de repente Claudia volvió a ver sus zapatos y notó que estaban pringados de sangre y salió corriendo.

¿Será que ya no me ama?, pensó La Chela viéndola alejarse. ¿Estarán queriendo separarme de ella?

En el fondo de la casa el hombre tenía en esos momentos el periódico colgado de una mano y las llamas lo iban consumiendo poco a poco. Para no quemarse los dedos tuvo que dejarlo caer al piso y lo último en desaparecer fue la foto.

A esas horas de la tarde ya estaba todo preparado para celebrar el cumpleaños. El hombre estaba invitado y aprovecharía cuando llegaran los demás invitados para fugarse. Para mientras estaría en su habitación. La Chela estaría en la puerta y entraría también hasta que llegaran, pero no los amigos como Claudia que siempre llegaban, sino los agentes policiales, a quienes andaba dando parte para que se lo llevaran preso.

Por fin aparecieron. No vestidos con uniforme. De civiles. O más aún: parecían invitados de la cumpleañera. Sendas pistolas llevaban, sin embargo, por debajo de las camisas.

Pasen adelante —les dijo La Chela—. Están en su casa.

Los cuatro agentes se sentaron y comenzaron a platicar animadamente como si fueran grandes amigos de la cumpleañera. Pusieron DVD para oír música. Bromearon. Chilearon. Y por último dijo uno de ellos: Está palmado este hospedaje… ni un cliente hay, ¿qué pasa Chelá?

No me avergüencen —dijo ella poniendo los vasos junto a las gaseosas—. Al menos tengo a uno…

Sin que lo llamaran salió entonces de la habitación el hombre con camisa manga larga, mucha brillantina en el pelo y bien peinado. De su cara había desaparecido el bigote que tenía en la foto, en esta no tenía gafas oscuras, pues se las puso. Aparentemente era otro hombre, y los agentes admiraron su rostro transformado. Rápidamente hicieron buena relación y la plática se puso animada. Hablaron de los primeros pobladores de la Costa Caribe nicaragüense, del rey Mosco, de José Santos Zelaya y de la navegación a través del río San Juan en los tiempos del Comodoro Vanderbilt.

Un huésped como usted vale por mil en un hospedaje —dijo de repente el mismo agente, y viendo a La Chela, agregó: Oime Chela… Retiro lo dicho… Tu hospedaje está bárbaro…

Ya decía yo —respondió ella— Huésped como este no hay a cada rato.

El entusiasmo explotó más aún y comenzaron a servirse tragos y a sacar a La Chela a bailar. El hombre, sin embargo, no se atrevía, y le tuvieron que decir que la sacara. Dos, tres o cuatro canciones bailadas bastaron para darle más confianza para que siguiera sirviéndose más tragos y que estos hicieran que no sólo se le olvidara haber desvirgado a una muchacha esa tarde, sino también que debía fugarse. Los agentes estaban a la expectativa y cuando lo vieron que ni siquiera podía sostenerse de pie, se lo llevaron.

La Prensa Literaria

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