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LA PRENSA/AGENCIA / FOTOARTE: L. GONZÁLEZ SEVILLA

Cuántas luces dejaste encendidas…

Primero se fue Amanda, murió en brazos de Edith que se la había llevado a vivir a su apartamento de Río Neva, las dos tan menguadas de sustento que les sonaban las tripas de mera necesidad. Peladas, y se daban calor entre ellas. Estaban solas ese día, Amanda ocupando la cama de Edith, porque le había dejado su dormitorio y ella se había pasado a dormir en el sofá de la sala. Era un domingo en la tarde. De pronto Amanda se apoyó en los codos para alzar el cuerpo, y exclamó: ¡qué oscuridad! ¡Cómo tan temprano se ha hecho de noche! Volvió la cabeza a la almohada, y allí se quedó.

Sergio Ramírez M.

Primero se fue Amanda, murió en brazos de Edith que se la había llevado a vivir a su apartamento de Río Neva, las dos tan menguadas de sustento que les sonaban las tripas de mera necesidad. Peladas, y se daban calor entre ellas. Estaban solas ese día, Amanda ocupando la cama de Edith, porque le había dejado su dormitorio y ella se había pasado a dormir en el sofá de la sala. Era un domingo en la tarde. De pronto Amanda se apoyó en los codos para alzar el cuerpo, y exclamó: ¡qué oscuridad! ¡Cómo tan temprano se ha hecho de noche! Volvió la cabeza a la almohada, y allí se quedó.

Fue enterrada en el Panteón Francés de San Joaquín, que está por el rumbo de la calzada Legaria, en Tacuba; en ese entonces era tranquilo todo ese sector, ahora te metes en el coche y es un solo atasco. Allí iba yo en el cortejo, iba Salomoncito, ese tu Salomón que tenía ojos de puma en celo, solo que dulces como la miel. Fíjate, tener apellido de la Selva y ser una fiera mansa. A un hijo le puso León, León de la Selva, qué padre idea. Pagó de su bolsillo el cajón comprado en Gayoso, pagó el velorio y todos los servicios fúnebres, que a mí, si me pedían, no tenía en aquel tiempo de dónde, si todo se me iba en puro tomar, como dice el huapango de Tomasito Méndez, mi cuate querido que me quiso volver devota del Santo Niño de Atocha, pero yo con santitos, y con santos grandes, mejor de lejos, porque a mí las velas de los altares me dejan la ropa oliendo a trapos de beata.

Como ya sale la segunda vez Salomón en esta plática, no vayas a imaginar que tuve yo algún quite de amor con él, lo nuestro fue amistad pura y sincera, como no puede ser de otro modo. Aunque si me hubieran gustado alguna vez los hombres, lo habría escogido a él como amante. “Querido”, dicen ustedes en Nicaragua en lugar de amante; palabra bonita esa, cómo me gusta. Lo que yo tuve fueron queridas, no queridos, no te olvides. De quien fue amante Salomón fue de Amanda. ¿Te sorprende?

Fueron amantes en Costa Rica, entre tantos que ella padeció. Te digo padeció, porque para ella los amantes eran como la enfermedad, puros dolores y quebrantos, si te lo han dicho ya, créelo. Pero tan grande fue ese amor, a pesar de que él le sacaba veinte años en edad, que ella lo defendió con el silencio, como su gran secreto, tal vez porque Salomón era casado y no quería enemistarlo con la esposa, una señora Carmen, también de Nicaragua; de ese matrimonio, él, que era el rey de la selva, fue que tuvo su Leoncito. Ya existía ese leoncito para el tiempo de los amores entre ambos.

Se conocieron porque los presentó don Joaquín García Monge, un señor que hacía una revista de literatura, muy noble de corazón, y eso allá es excepcional, tener sentimientos nobles. Fue al terminar una conferencia de Gabriela Mistral en el Colegio de Señoritas, la premio Nobel que llegó de visita a Costa Rica cuando ni era premio Nobel, ni se sabía de su afición por las mujeres, lo que la hace santa de mi devoción.

Para entonces Amanda tendría quince años, una colegiala, y lo que hicieron después fue cruzarse cartas bajo el pretexto de que Salomón le daba consejos literarios. Luego de pasado el tiempo, ya ella viuda, empezó el romance clandestino cuando Salomón regresó a Costa Rica por asuntos del sindicalismo internacional en que para entonces andaba metido, porque fue de todo, soldado en la primera guerra mundial, periodista, sindicalista, y claro, poeta.

Se dejaron, porque Amanda era pronta para dejar, y cómo sufrió por esa separación a pesar de que ella misma la provocó, según las cuentas acongojadas que me hizo. Se enredó con un pianista, o arpista sudamericano, no lo recuerdo bien. Pero a pesar de todo eso, cuando volvieron a encontrarse aquí en México, Salomón, que ya rondaba los sesenta, nunca le quitó su amparo, sobre todo que durante el sexenio de Miguel Alemán le sobraba el poder, porque su hermano Rogelio era el mandamás de ese gobierno, aún siendo extranjero. Nadie podía ver al presidente si Rogelio no daba su permiso, así fuera el secretario de alguna de las carteras el que solicitara la audiencia.

Estos dos se conocieron en 1946, durante una gira electoral que Alemán hizo por Chetumal como el candidato del PRI. Rogelio era capataz de un aserradero perdido en la selva, y fue amor a primera vista. Hubo un ágape en el comedor del campamento, Rogelio pronunció el discurso de bienvenida, un discurso de esos floridos en que son sobrados campeones los nicaragüenses, y Alemán se lo trajo consigo a la capital en su cortejo, y luego lo nombró secretario privado, con poderes plenipotenciarios de quitar y poner. Cuando a Alemán le tocaba leer cada año su informe presidencial en el Congreso, como es asunto largo, no pocas veces se cansaba, y el que seguía leyendo era Rogelio. Solo la banda presidencial le faltó terciarse en el pecho.

Luego de que murió Amanda, desconsolada y sola, vino la muerte de Edith, a los años. Bastante aguantó sus propias penurias Edith. ¿Ya te dije que igual que yo, se había hecho ciudadana mexicana, y murió siendo mexicana? También renegó de Costa Rica, como renegué yo, como renegó Amanda, un trío de renegadas. Y tanta era su soledad, que fue hasta a los diez días que hallaron su cadáver ya podrido, metido en la bañera. Seguramente se resbaló borracha mientras preparaba el baño y se golpeó la nuca contra el filo de la bañera, con lo que cayó dentro del agua hirviente sin haber alcanzado a quitarse el kimono japonés con el que la vi tantas veces, un sobaco descosido de tan anciana que era la prenda. Eso es lo que dijeron los judiciales, que cayó en el agua hirviente, porque tenía desprendido el cuero cabelludo, y de tan descompuesto el cadáver tuvieron que incinerarlo. Y si llegaron a diez los que fuimos al entierro de las cenizas puestas en una copa de marmolina, me puedes decir que estoy exagerando. Íbamos casi los mismos que cuando el entierro de Amanda, salvo los que ya habían rendido cuentas a doña Catrina, entre ellos Salomón, que murió en París de un infarto dos años después de Amanda, muy solo y abandonado en un hotel.

¿Sabes de quién era amigo personal Salomón? Del Papa Juan XXIII. Se conocieron en París cuando Roncalli era Nuncio Apostólico y jugaban a las cartas con apuestas fuertes, no sé si te sirve el dato. El que llenaba de humo el salón era Roncalli, porque fumaba tabacos negros mientras Salomón era abstemio del fumado, aunque compartían copas. Bebían Calvados. Se llamaban por teléfono con toda confianza a cualquier hora del día y de la noche, y ya Roncalli en el Vaticano, Salomón tenía el número privado de sus aposentos en el Palacio Apostólico. Un día antes de morir Salomón todavía hablaron largo por teléfono. Bromeaban entre ambos, a Salomón es al único al que el Papa Roncalli le permitía decir lisuras en su presencia.

Dijeron algunos que Edith se había suicidado, que después de tragar puñadas de barbitúricos se había metido en la bañera. Puras invenciones. Si a mí me preguntaran la causa verdadera de su muerte, te diría que fue el hambre. El hambre va quitando la voluntad de vivir, te afea el ánimo, te lo rebaja, te predispone a resbalarte y caer de cabeza en una bañera llena de agua hirviente, más si lo único que tienes para engañarla es tequila del más grosero. Pura hambre cruel. Una vez, cuando yo andaba pobre y desamparada también, fui a visitarla una noche, y allí no había nada que comer. Una botella de tequila peleón, eso es todo. Y cuando ya daba la medianoche fue a arrancar de unos cajones que tenía en la terraza unas hojas amargas y unas flores, les puso limón y sal, y esa ensalada fue la cena.

Algún menso ha salido con que Amanda también se suicidó. Será porque su padre se pegó un balazo dejándola huérfana, es que dicen eso, como si el suicidio fuera una enfermedad que se heredara. Había que conocerla bien para darse cuenta de cómo veía ella la vida, sin rencores ni amarguras como para querer quitársela. No iba a suicidarse ni siquiera por la incomprensión, que era el peor de sus castigos. Porque se sentía la mujer más incomprendida del mundo. Quería ser famosa en las letras, y creía que la ignoraban adonde fuera que llegaba, igual en Guatemala que en México, ya no se diga en Costa Rica.

¿Pero qué carajo es la fama, si se puede saber? ¿Para qué sirve? Yo me hice famosa sin que mediara mi voluntad. Bueno, medió mi voluntad de dejar la bebida para siempre, que si no, ya estaría enterrada también en una tumba anónima por causa de mi hígado calcinado, y nunca hubiera llegado a los grandes escenarios, nunca hubiera conocido a Pedrito Almodóvar que me puso en sus películas, lo mismo que Salma Hayek me puso en la película sobre la vida de Frida Kahlo. Salmita, una dulzura de niña.

¿Sería yo peor o mejor cantante si no tuviera fama? Sería la misma. Así, Amanda, sin fama, fue siempre la misma escritora, y ya ves, ahora vienes tú a escribir un libro sobre ella, lo que quiere decir que en su vida no hay olvido, y eso es lo que cuenta. Pasan los años, parece que nadie se acuerda más de ti, pero sigues allí. Es como si tu fama hubiera estado dormida y de pronto alguien la despierta, no importa que estés ya con tus buenas paladas de tierra encima, volviéndote tierra también.

La Prensa Literaria

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