14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

El escritor Beltrán Morales. LA PRENSA/Cortesía

La poesía como exorcismo de vida

Una tarde de 1967, caminando hacia el teatro Margot, vi en las inmediaciones del Gran Hotel a un joven alto, de espesa barba negra y mirada angustiada, hablando ante un grupo de gente después del entierro de Fernando Gordillo: “Los oradores dijeron muchas cosas de Fernando: que era un intelectual, un líder estudiantil… pero nadie dijo lo más importante: ¡Que era un revolucionario!”.

Franklin Caldera

Una tarde de 1967, caminando hacia el teatro Margot, vi en las inmediaciones del Gran Hotel a un joven alto, de espesa barba negra y mirada angustiada, hablando ante un grupo de gente después del entierro de Fernando Gordillo: “Los oradores dijeron muchas cosas de Fernando: que era un intelectual, un líder estudiantil… pero nadie dijo lo más importante: ¡Que era un revolucionario!”.

Obviamente aquel demóstenes improvisado tenía que ser poeta o anarquista. Conocía el nombre de Beltrán Morales por sus poemas en La Prensa Literaria, suplemento cultural del diario La Prensa, fundado y dirigido por Pablo Antonio Cuadra en aquel momento.

Pero no entablé amistad con él hasta 1968, en La Tortuga Morada, cuando caí como paracaidista en una mesa donde el poeta bebía con Carlos Alemán Ocampo y Julio Cabrales. Me invitaron a visitar la cafetería La India y a llevar mis poemas, dos de los cuales aparecieron en La Prensa Literaria, con nota introductoria de Beltrán.

Beltrán Morales Fonseca nació en Jinotega en 1944, donde su padre, Francisco Morales Cruz, odontólogo, se había trasladado debido a la escasez de dentistas en los departamentos. Por problemas de salud de don Francisco, la familia fue acogida en Managua, en el hogar del doctor Manuel Morales Cruz, sobre la cuarta Avenida Noroeste. Ahí residían la esposa (Soledad) y la hija (Marisol) del tío benefactor y otros sobrinos: Manolo (que estudiaba Derecho), Dionisio (Nicho) y María Antonieta Morales Peralta.

Para Marina Moncada Fonseca (hija de Marina Fonseca Sevilla, la hermana de Carolina, madre de Beltrán) las características más sobresalientes de su primo y vecino fueron la ternura y la ironía. Recuerda Marina: “Manolo y Nicho, junto con Beltrán y su hermano Manuel (pelota), se sentaban en las gradas de la puerta alta (eternamente cerrada) de la casa de los Sandoval, a discutir ideas y desvestir a las muchachas. Aunque era adolescente, me daba una pena horrible pasar por allí. Al unísono, hacían un silbidito marcando el ritmo exacto de tus pasos”.

Cuando lo conocí Beltrán corregía galeradas en la Revista Conservadora. Espontáneamente se convirtió en mi mentor, con énfasis en la orientación político-ideológica, pintándome un comunismo color de rosa.

Provocador nato, disfrutaba hostigando a sus blancos preferidos. En Sin páginas amarillas (1975) su crónica sobre la novela El comandante , del doctor Fernando Silva, es una página en blanco. La Iglesia católica fue objeto frecuente de sus dardos, aunque como lasallista nunca pudo desprenderse totalmente de su formación católica.
Carolina Fonseca Sevilla de Morales con cinco de sus seis hijos: Manuel, Beltrán, cargando a Antonio, Luis Francisco y Javier. Tomada a mediados de los años 50.
LA PRENSA/CORTESÍA

En 1969 participamos en un recital en el Paraninfo de la Universidad de León, junto con Leonel Rugama (jefe de la guerrilla urbana en esa ciudad). Nos llevó en su auto al recital el padre Edgar Parrales, cuyo hermano Jaime estudiaba el año básico con Leonel. Beltrán comentó que empleaba el cristianismo para su vida personal y el marxismo para sus relaciones con los demás. El sacerdote (actualmente diácono, casado por la iglesia, con dispensa de votos) le aseguró que bastaba el cristianismo para resolver su problemática vital. Un marxista le habría podido decir lo mismo, desde una perspectiva dialéctico-materialista.

La ironía punzante de Beltrán poco a poco se fue apoderando de su obra. Parafraseando a Edwin Yllescas digamos que su poesía pasó “del ingenio a la ingeniosidad y al artificio que acompaña a la ingeniosidad”. Sus tres poemarios: Algún sol (1969), Agua Regia (1972) y Juicio final (1976) recogen sus mejores poemas ( Palabra a María, Petroleum, La insoportable presencia… ), pero varios (como Vamos a cerrar dijo la mesera… ) han quedado olvidados en las colecciones amarillentas de La Prensa Literaria.

Estudió Humanidades en la UCA y vivió un tiempo en México y Costa Rica. En España trabó amistad con Carlos Martínez Rivas, autor de un epigrama sobre el rostro eternamente cambiante de Beltrán: “En abril con patillas. / En agosto, mostachos. / En octubre, perilla. / Hoy afeitado. / ¿Cuándo vas a empezar a tener una cara?”.

Con su esposa Marcia Ramírez, hermana de Sergio, procreó a Marcia Carolina, periodista, y Beltrán, médico.

De carácter excéntrico e imprevisible (exacerbado por un trastorno maníaco-depresivo), fue de entre los poetas asimilados por el aparato burocrático-cultural sandinista (la casi totalidad), uno de los dos o tres que se atrevían a visitar a Pablo en las instalaciones de La Prensa, diario que del antisomocismo militante había pasado a cuestionar el sesgo totalitario del nuevo gobierno.

Pero se abstuvo de escribir para La Prensa Literaria, suplemento en el que solo un puñado de sus antiguos colaboradores continuamos publicando durante la década de 1980 (hasta el cierre del periódico en 1986). Las elecciones de 1989 acarrearon nuevos vientos políticos y los poetas ambulativos volvieron a reconcentrarse alrededor de Pablo, mentor de generaciones.

Ocho días después del fallecimiento de Beltrán, el 14 de mayo de 1986, de una insuficiencia cardiaco-respiratoria (producto de complicaciones de la diabetes), La Prensa publicó una fotografía suya (con boina, anteojos y bigotes: su rostro definitivo) junto a Pablo, tomada el 7 de abril de 1986 por José Rojas. El pie de foto dice: “Solía visitar La Prensa muy frecuentemente y conversar con nuestro director. Aquí se encontraba con Ramiro Argüello, Juan Velásquez y Franklin Caldera, con quienes departía alrededor de una taza de café. Nunca nadie sospechó que moriría tan pronto. La suya es una muerte de las que uno no se resigna a aceptar”.

La Prensa Literaria

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí