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LA PRENSA/AGENCIA

La urna de Teca

Una noche del mes de junio de 1984, “año de los decretos y escaseces” recibí una llamada de una señora de Dolores, Carazo, cuyo nombre era Fidelina Ballesteros, quien se había puesto en contacto con un tío mío que hacía durmientes para ferrocarril, en su aserrío en los alrededores del pueblo, el cual le dio mi número telefónico en Managua.

Por Carlos Cardenal

Una noche del mes de junio de 1984, “año de los decretos y escaseces” recibí una llamada de una señora de Dolores, Carazo, cuyo nombre era Fidelina Ballesteros, quien se había puesto en contacto con un tío mío que hacía durmientes para ferrocarril, en su aserrío en los alrededores del pueblo, el cual le dio mi número telefónico en Managua.

Después de algunos días, me volvió a llamar la señora y me solicitó el siguiente favor, que consistía en esparcir las cenizas de su hija muerta en Dubai, casada con un ingeniero alemán, Guenter Stemmer, que había conocido en Toulouse, Francia, cuando ella estudiaba con una beca de la Embajada francesa, educación y pedagogía para infantes. Allí estableció relación amorosa con su futuro marido y al concluir sus estudios, este consiguió un trabajo como ingeniero electromecánico en la península arábiga.  

Después de tres años de feliz matrimonio, se enfermó la muchacha de un cáncer, el cual en pocos meses la llevó a la muerte. Poco antes de morir, le solicitó que llevara sus cenizas a Nicaragua y las esparciera en el océano Pacífico, en la zona de Casares o La Boquita, adonde de niña iba con su mamá y hermanos a pasar Semana Santa y los domingos de verano, de los cuales guardaba preciosos e imborrables recuerdos.  

 
Con la información que le dio mi tío a la señora y siendo yo caraceño, casi nato, amante de todo lo que el mar puede significar para un anfibio consuetudinario, dicho encargo no era ninguna molestia, sino más bien una oportunidad de adentrarme al mar con un excelente pretexto, para realizar una buena obra, sin que en mi mente existiera una pizca de miedo por meterme al mar. Ya en este tiempo los peces habían emprendido viaje a otros lugares y los tiburones brillaban por su ausencia, lo cual me producía una sensación de alivio por cualquier percance que sufriera la lancha; estábamos en invierno y en esa época los tumbos podían voltearla fácilmente, si no se hacían con pericia los virajes y maniobras rápidas, pues el bote no era otra cosa, que un tronco de guanacaste covado. Por el contrario las langostas abundaban y se podían observar en el fondo del mar haciendo fila india en grandes cantidades. Su precio en la costa era irrisorio y de pronto todos nos volvimos gourmets a la fuerza. 

  
El día del zarpe era un 5 de julio del año mencionado. Yo contraté “el servicio” a través de un capitán amigo, de apodo “Timbirica”, y le propuse C$500 por el “paseo”. No le dije nada del cometido de la incursión, ni las intenciones que llevábamos. Abordó conmigo el bote el marido Guenter, quien llevaba la urna de teca en sus manos, que era preciosamente jaspeada, brillante y que contenía los restos de la muchacha. Se trataba de una joya de ebanistería.   

Pasados unos quince minutos y habiendo franqueado el irregular reventar de las olas (machos), mar adentro, instruí al capitán para que diera vueltas dibujando grandes círculos en el mar y en una de esas vueltas, cuando la velocidad del motor llegó al mínimo, el viudo vertió el contenido de la urna, que más que huesos o cenizas, eran como broza de huesos con partes finas y gruesas de los mismos. Como hacía viento, al verter las cenizas al agua y estando yo sentado a estribor como el que portaba la urna, parte de ellas chocaron en mi cara y yo tuve que limpiarme la mejilla y tratar de escupir con cierto disimulo, pues era algo que merecía un respeto y seriedad, sobre todo en la operación del vaciado de la urna de lo cual el marido y yo éramos los únicos que estábamos al tanto. Al terminar esto último, el ingeniero alemán tiró la urna vacía al mar, tras lo cual el capitán “Timbirica” se precipitó a recogerla. Él pensó que iba a obtener un florero de madera bonito, para adornar la humilde sala de su casa. En este momento le grité que no la tocara, sin él saber lo que había contenido la urna, ni cuál era el propósito de toda esta gira. Se me ocurrió en ese momento decirle que la marea del día siguiente se encargaría de sacarla a la costa y que se fijara en qué punto del mar estábamos en ese momento. Me acuerdo que le señalé que nuestra posición estaba frente a las cortinas o farallones famosos que hay en Casares y que probablemente por ahí estaría la urna flotando, a su disposición.   

Al llegar a la playa le cancelé el adeudo y le expliqué de lo que se había tratado el viaje, a lo cual él me gritó furioso, diciéndome que yo le había salado la lancha y el negocio de su pesca, que dicho sea de paso estaba malo en esos días. El capitán desde esa época me guardó rencor.   

Después de dejar la lancha, el ingeniero alemán y yo nos dirigimos en mi carro a Dolores, adonde la señora Ballesteros y durante el corto viaje casi no hablamos. Al llegar a la casa de doña Fidelina, tanto el yerno como la suegra, se dieron un abrazo y un beso en la mejilla, donde no medió ni una palabra, solo unas lágrimas de ambos, vertidas en el más profundo silencio.

La Prensa Literaria

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