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LA PRENSA/ Agencia

Historia de la infancia

Justo Salablanca se decidió a realizar un buen programa. Las veladas se estaban volviendo un relajo. La bebida y la lectura se iban confundiendo de tal manera que no había ningún orden. Un programa de teatro que se iba a presentar con un invitado especial se pospuso por el mismo desorden.

Mariano Marín

Capítulo IX

Justo Salablanca se decidió a realizar un buen programa. Las veladas se estaban volviendo un relajo. La bebida y la lectura se iban confundiendo de tal manera que no había ningún orden. Un programa de teatro que se iba a presentar con un invitado especial se pospuso por el mismo desorden. Se estaba hastiando de aquello. Recordó las alegres noches y sus tertulias donde su amigo Enrique Morales, mecenas y director de teatro, pintor y filántropo de pintores y poetas jóvenes. Cuando lo invitaba, eran unas cuchipandas quiqueñas que no tienen nombre. Esas noches eran las que le habían inspirado para sus noches de aventuras, pero sin tanto protocolo y más libertad, menos religión. Más siribinda, más guaro y más sexo. En cambio las otras eran tímidas o ecumenistas y más sofisticadas. La de él eran sin tantos intelectuales pretenciosos y orgullosos de su sabiduría, eso sí con menos efebos quinceañeros. Algunos, después, decían que era un certamen entre ellos dos a ver quien montaba mejor sus noches de teatro y serenatas.

Indistintamente, por las dos partes pasaron gente de la más alta alcurnia intelectual. Bohemios, mujeres de todas las clases. Los hombres, los chavalos, actrices con y sin fama. Ricos y pobres. Gigolós y aventureras damas que buscan la diversión y el placer. Eran también muy especiales por representar y dejar representar cualquiera de las obras tanto de teatro como de pintura colectiva o recitales de poesía. Las críticas eran a veces duras, otras no tanto. Lo mejor era poder tener participación. Hubo algunas que se presentaron en los dos lugares, la covacha de Justo y la casa de Enrique. Inolvidable fue la noche de la presentación de Servio Miranda, “Servito” para los amigos. Un simpático vendedor de ataúdes. Su funeraria quedaba en la esquina de la iglesia de La Merced. Muy buen punto. Por lo menos le quedó la satisfacción de vender los más elegantes y renombrados féretros hechos de nuevo material, más ligero que la madera y de fácil transportación al hombro. Un selecto público era escogido por el investigador de la literatura y cultura nicaragüense, Eduardo de Avellana, encargado también de la escenografía y desplazamiento en las “tablas”. Su director de arte y diseñador era el gran Fefo, Filadelfo Martínez. Aquella noche, la solariega casa se convirtió en un escenario de jardín y cielo estrellado, nunca visto, asesorado claro por el director y mecenas Maese Enrique. Las obras “La Muerte De La Princesa En El Mundo Perdido”, y “Al Apagar La Candela”, fueron de las que sí dieron de que hablar. Las dos obras estaban montadas y escritas en Español-Sideral y Sideral-Español. Muchas horas de estudio y de visitas de extraterrestres causaron estas maravillosas palabras que por ellas solas daba un sentido a toda la magnitud de la obra. Tenía su propio diccionario que repartía para seguir el hilo de las obras. Llena la casa de célebres escritores como Pérez-Estrada, Ernesto Mejía, Carlos Martínez, Pablo Cuadra, José Coronel, Raúl Xavier García, joven carpintero de artesón, autodidacta y muy cultivado en la lides de la poesía y el teatro, Álvaro, sobrino de Urtecho, uno de los más grandes sibaritas, que devoró toda la primera tanda de bocadillos y fino licor. El y su amigo de infancia Eduardo Avellana dejaron al resto de invitados sin probar los finos y delicados bocadillos preparados por Fefo, también maestro culinario que hizo esto solo por amor. Avellana decía que él tenía más derecho por ser pariente de Enrique. En medio de esto el pintor y poeta Omar Al-Yohara Lacayo devoraba, pero por otra forma, a los apolíneos efebos que rondaban en la casa, con su amigo Enrique, mientras empezaba la obra. Monalisa Belli y la actriz Perla Arana se dedicaron por su lado a estudiar la anatomía masculina de los restantes y libres jóvenes neointelectuales. Buscadores de aventuras al igual que ellas. Estudiaban, ellas, la naturaleza al mejor estilo de la Margaret Mead en Samoa. El telón se abrió. El silencio fue total. Célebres el sonido de gones, bonbgoes y bombos. La fuerte y sonora presencia de las palabras en sideral salidas de las penumbras del escenario. El escenario se llenó de gloria cuando se escucharon las palabras de Servito: Oh! Piumima, Piumima, (el set se iluminó) Kofomonco, / Ikis, / Akoph, Akoph.!!!!!. Los aplausos fueron ensordecedores. UNA NOCHE SIGUIENTE

Aquella noche todos los invitados llegaron puntuales. Era la segunda parte de la obra. “Al Apagar La Candela”, obra en un acto. La historia era un acto basado en los últimos momentos del amor del Romeo sideral y la Julieta terrícola. En su desesperación Romeo trata de regresar a la vida a Julieta mediante una técnica vudú. Él había aprendido esa técnica con amante tontón-macoûte que conoció en la covacha de Justo en el cementerio. Lo terrible de esto era el proceso sadomasoquista que debía sufrir el realizador de la práctica de este vudú, el cual mientras un coro repetía las palabras en sideral de PIUMIMA, PIUMIMA, PIUMIMA, PIUMIMA!!!, Servito, debía dejarse caer sobre una vela encendida de esa usadas en las primeras comuniones, compradas donde Chanito, el dueño de la más antigua miscelánea de Granada, en la calle Real, donde se encontraba todo lo imaginable e inimaginable. En el primer intento, después de haber hecho los movimientos y cambios de luces, corrida de cortinas, y el típico recorrido circular por el escenario, Servito hizo el primer intento. Más, el ardiente calor del fuego y la falta de concentración, no le permitió llevar a cabalidad el rito. En medio de grandes aplausos y apoyo moral del público, más el entusiasmo general, realizó su segundo intento. Se dejó caer con toda su humanidad sobre el cirio encendido. Los aplausos crecieron junto con silbidos y expresiones de asombro y emoción. La candela ceremonial se apagó en medio de gritos de emoción del público y de dolor de parte de Servito. Uno de los ayudantes de escena, para tener mejor visión, se inclinó de tal manera que volcó, sobre una cortina de Damasco que le había traído de Siria un primo a Enrique, un candelabro. Incendiándose de manera espectacular. Algunos creyeron por un momento que era parte de la obra. Segundos más tarde, al ver las llamaradas que subían hasta el techo, los asistentes armaron una estampida que como ganado montuno corrieron a la salida de la casa. Los gritos de: Fuego, Fuego, Fuego, se escucharon por toda la calle. No hubo tiempo para comentarios. Solo el poeta José C. Urtecho entre su estilo nervioso y feliz decía: Pero la apago, pero la apago!!!, el poeta Pablo, le dijo: Cállate y corramos, corramos que aquí va a venir la guardia. A Servito se lo escuchaba en la lejanía: Que alguien me ayude, que no aguanto el ardor!!! Échenle Picrato, gritó alguien. Pero fue imposible ayudarle, todos se fueron huyendo del fuego y de las penales consecuencias. Justo Salablanca que llegó tarde, y como estaba muy cerca de la puerta y no pudo entrar hasta el salón, fue el primero en salir y en el primer coche que pasó le dijo: Llevame al cementerio hermano que aquí se va armar la de San Quintín. El cochero en medio de risas le dijo: Sí, hermano, esto se ve feo. Vámonos, Arre, Arre!! Y los caballos salieron a todo galope, como que se los llevaba el diablo. Nunca supimos si Romeo-Sideral logró revivir a Julieta-Terrícola, qué lástima. Esa fue la última noche de la casa de Morales.

La Prensa Literaria

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