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Dúo Guardabarranco

Katia Cardenal decidió realizar una nueva grabación de este tema, invitando a colegas amigos músicos con los que el dúo trabajó y compartió experiencias musicales.

Voces perdurables

Desde que el arte es arte, desde que el tiempo es tiempo (una mariposa volandera para la concepción poética), tantas páginas de alta calidad han dejado de ser leídas, tantos espectáculos de penetrante influjo en las vistas, tanta música ha volado a la esfera de lo que sonó y no volvió, tantas voces han quedado maltratadas no porque les llegó el turno de la disfonía, sino porque el destino trazado por la individualidad, las separó.

Continúa la ceremonia de los años, su exposición infatigable y creadora. Pasan mudos pero el transcurso sirve de motivación para medir y valorar la duración de los protagonistas de la obra fundada, la cual solo es reconocida cuando el vértigo acumulado ha dejado marcadas sus huellas.

Desde que el arte es arte, desde que el tiempo es tiempo (una mariposa volandera para la concepción poética), tantas páginas de alta calidad han dejado de ser leídas, tantos espectáculos de penetrante influjo en las vistas, tanta música ha volado a la esfera de lo que sonó y no volvió, tantas voces han quedado maltratadas no porque les llegó el turno de la disfonía, sino porque el destino trazado por la individualidad, las separó.

Esas disquisiciones propias del espectador brotan desde el silencio de su palco. Se vienen a la mente entonces, los vencimientos, los aniversarios de las figuras vinculadas con la acción maestra.

En estos últimos días en el ambiente cultural de Nicaragua, se habla y se escribe sobre los treinta años que suman ya, del dúo conocido como Guardabarranco. En el advenimiento común se desplaza la pálida nominación. No son conocidas las estrellas. Vuelan las añadas —aves sin pausa— y todavía no son valoradas por el quietismo de la indolencia, con mayor posibilidad cuando dos jóvenes— la hermana y el hermano se juntan— con la pretensión de reflejar el colorido de la naturaleza y la ternura del amor, a través de sus voces, llevando como símbolo la estampa de nuestro “guardabarranco”.

La primera vez que los vi, nacían, no se habían ligado tres décadas en torno a ellos, fue en pleno escenario principal del Teatro Nacional Rubén Darío. Fue impresionante y llamativo ver a dos mozalbetes identificados como Katia y Salvador Cardenal, revelando una canción nerviosamente expuesta con guzlas delgadas que destellaban a la aurora en el proceso gradual de la existencia en las que podían presentarse las estrategias audaces de la disonancia y el contracanto queriendo pintar el follaje matinal. “Fiesta, de cual color, con qué sonido, mañana matinal”, diría Carlos Pellecer. Alborada alumbrada por el fraternal amor de dos aspirantes en el justo derecho que les corresponde, de la maduración posterior. No les importaba exponerse a la caza de la crítica alevosa. Esa noche Katia y Salvador cantaron sin la bulla anticipada del “debut”. No hubo sonido. Cantaron con el micrófono roto por el silencio. Quién sabe qué trance técnico lo enmudeció. “No se oye”, expresaba alguna voz de protesta, pero ellos imperturbables seguían cantando con solo el acompañamiento de la guitarra. No hubo sonido pero sí hubo fiesta porque la oportunidad de mostrarse “como debe ser” se duplicó. Ella resignada creyó que todo había terminado pero él pidió la compensación del número anteriormente frustrado. Solventado el imponderable, los compenetrados de su actuación cerraron el programa dejando una grata, festiva sensación.

Así vino al mundo —creo— el dúo del pájaro merecidamente festejado por la imaginación en primavera. Cuando los vi esa vez en unicidad segura, no se por qué y sin ánimo de incurrir en la comparación de dos estilos diametralmente lejanos en género y en época, se me proyectaron en la cabeza —también eran hermanos— Wolfgang y Nanneri. Los dos estrenaron temprano las puertas de los salones de Europa. El encanto de la liga fraternal asumió la iniciativa de premiarlos con los pergaminos del privilegio. Caía lúcida la lluvia sobre el techo de la casa de don Leopoldo Mozart, así como siglos después en Nicaragua mojaba fresca, el techo de la casa de don Salvador Cardenal, abuelo paterno del dueto. Este no solo era oyente consagrado y musicólogo dotado de facultades para distinguir, sino que también inductor e investigador de la música vernácula de lo cual dejó visible y audible testimonio, y calculé la influencia que él pudo haber tenido, porque en la casa de don Salvador se respiraba la música desde que el alba disparaba los primeros oxígenos de su maravilla renovada.

Volviendo a Nicaragua en el caso de Katia y Salvador, el rocío comenzó a expandirse en las aguas saturadas de claror incrustadas por la dichosa concordia. Casualidad o coincidencia en el paraje de la precoz edad desde aquella noche en que hubo idealismo e intuición. No son pocos los casos en que dos hermanos se juntan para armonizar y ser célebres con sus dioses con una especialidad mutuamente compartida y en el desarrollo posterior pocos han sido las situaciones de perdurabilidad —treinta años— en una formación ligada por la sangre, la cual solo pudo haber sido interrumpida por la muerte verde de uno de ellos, la de Salvador (le faltaba madurar, le faltaba por hacer y completar), autor de Guerrero del amor , Guardabosques , Mi Luna , Casa abierta , Dame tu corazón … Sobreviviente y beneficiaria legítima del honor, del fluido sentimiento, oigo a Katia, vocalizando ahora sola, siguiendo, pulsando musicalmente los mandamientos de la extroversión, acaso huérfana con la ausencia del complemento vital.

Guardabarranco, nació, creció y se multiplicó finalmente en Europa dejando ahí primicias evocadas de su estilo nicaragüense, con una particularidad que ha sido la consagración, la dedicación y comunicación con el “hábitat”, esa área deshabitada para el viviente común, en conjunción con los niños a los cuales les pone tenue la canción que no siendo total de cuna, la insinúa en propensión con sus contextos.

La música pregonada anda en los caminos de la ventura, de la sensibilidad, del humanismo ejerciendo notoriedad popular.

Ahora me refiero solo a Salvador. Su poesía —la cantada— es superior a mucha de la simplemente escrita para leerse o decirse en las sesiones de los poetas pomposos. El carácter expresionista está en sus trovas que ahora individualmente retoma Katia. Los niños de la calle se sienten abrigados por los benignos engarces del pájaro que ellos convierten en cantor.

Katia y Salvador celebran treinta años de introducción y participación en los altares, en las melodías corales “a capela” aupados con la contramelodía, algunas veces más dominante que la original. Graciosa conversión. El ornato tiene categoría de alto relieve. En esta recolección siento que en cada uno de los versos cantados hay un abrigo para el temblor de los campos desnudos, para la ecología olvidada….

La Prensa Literaria

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