Por Róger Almanza G.
Era la Managua de 1940 y los barrios de la capital de Nicaragua lucían limpios y tranquilos. En esa Managua no había tanto tráfico y tampoco motoristas que amenazaran la paz de las calles, callejones y andenes. Es en esta Managua de hace setenta años cuando era común ver correr a los niños en las calles, gritando, saltando. Es esa Managua la que recuerda, casi en blanco y negro, el profesor Mario Fulvio Espinoza, hoy de 80 años, cuando era uno de esos chavalos que jugaba en el barrio, de esos juegos que poco a poco solo quedan en las historias de los más viejos.
En los barrios jugaban todos los chavalos, incluso los más pequeños, que eran cuidados por sus hermanos mayores. Era común toparse con un Tim Mccoy de pequeña estatura o un Popeye que fingía comer espinacas y volverse fuerte.
“Se jugaba mucho a los personajes famosos de la época. Eran vaqueros o superhéroes y todos nos identificábamos con ellos”, recuerda don Mario, que fue vaquero por mucho tiempo cuando salía a jugar a la calle, siendo un niño de 10 años que amenazaba a sus enemigos de juego, con su índice derecho y su pulgar bien levantado.
“Se jugaba siempre al final de la tarde, cuando todos habían hecho la tarea, esa era una regla fundamental. Y se miraba la calle llena, éramos hasta 20 chavalos armando grupos para jugar”, cuenta don Mario.
El permiso solo duraba un par de horas, porque a las ocho de la noche todos los niños tenían que estar listos para dormir, pero siempre había unos cuantos que obviaban esta regla de horario y se escuchaba el grito, a lo largo de una cuadra, de una mamá molesta llamando a su hijo.
Esas dos horas de juego que se podían extender hasta cuatro horas eran mágicas. Se jugaba a las escondidas y cuando se aburrían comenzaban con el macho parado o bien la muralla china, juegos en los que varios salían con moretones, raspaduras y muchas veces hasta llorando.
“No importaba quién salía golpeado, era parte del juego”, recuerda don Mario.
A veces algunas niñas, de las más aventadas, se ponían a jugar con los varones, a escondidas de sus madres y era cuando jugar se ponía más divertido.
“Aunque las niñas tenían sus propios juegos, era bonito cuando entre todos los del barrio jugamos El l’anda o Arriba la pelota, también el Pegue y otros juegos que permitían que nos conociéramos todos los del barrio”, cuenta don Mario.
Las niñas, además de tener la opción de jugar con los niños —opción que no tenían los niños— jugaban la cebollita o brinca la cuerda.
Este es un juego de los niños de la Costa Atlántica. Los niños se colocan en rueda y cada uno ha sido numerado. Uno de ellos se pone al centro con un plato o una tapa de olla la que hace girar mientras dice un número. El niño al que corresponde el número citado debe correr a recoger el plato mientras esté girando, si el plato cae al suelo deberá dar una prenda, de lo contrario queda en el centro y repite la acción. Al final se venda a uno de los jugadores, que es quien impone castigo al dueño de las prendas.
Chimbilicoco, bebete el agua y dejame el coco
En Carazo se le conocía como Chimpilicoco, su nombre viene del azteca tzin-pilli-coco. Los niños se colocan en hilera y a la voz dada deben saltar al mismo tiempo. El que se quede o caiga al dar el salto, pierde.
Al gato y al ratón
Para jugarlo se forma un círculo de niños cogidos de la mano. Dos de ellos no forman parte del círculo, uno queda afuera que es el gato y el otro dentro del círculo, es el ratón. La misión es que el gato agarre al ratón mientras entran o salen del circulo, la misión del círculo es no dejar entrar al gato dentro de este.
Sin embargo, no todos los niños, en la memoria de don Mario, se mezclaban en estos juegos. “ Había bastante sentido de clase, los niños ricos y los niños pobres no se juntaban comúnmente para jugar y en los barrios de clase alta era muy raro ver a los niños jugando en la calle y mucho menos que llegaran al barrio a jugar con los otros niños. Creo que de esa actitud salió esa forma de ver a los chavalos que corrían jugando en la calle como vagos”, valora don Mario.
En las calles de los barrios de clase alta, en la época de don Mario, se miraban niños manejando bicicletas o rodando en patines. “No se miraban corriendo ni mucho menos jugando la muralla china”, recuerda.
Para el historiador Bayardo Cuadra, las diferencias de clases, aunque existentes, no eran tan marcadas en los niños.
“El barrio San Antonio era de clase media alta y sí habían chavalos quienes jugaban en los otros barrios. Creo que no había una especie de frontera entre los chavalos de la época. Recuerdo que el barrio San Sebastián y Cristo del Rosario solían mezclarse”, comenta Cuadra.
En lo que ambos (Cuadra y Fulvio) están de acuerdo es que en un gran sentido, estos juegos permitían a los chavalos socializar y desarrollar su sentido de competencia, porque “no era raro ver competencias de macho parado u otros juegos entre chavalos de barrios distintos”, apunta don Mario.
La cebollita era uno de los juegos que, aunque más de niñas, Cuadra solía jugarlos. “Los varones éramos bandidos porque nos metíamos a jugar la cebollita solo para estar abrazando a las niñas”, recuerda Cuadra.
Estos juegos además de entretener a los niños, conscientes o no, también los mantenían sanos.
Para la psicóloga especialista en terapia infantil, Karla Angulo, jugar como se hacía antes permitía un gran desarrollo cognitivo y físico. “Con estos juegos aprendían a interactuar con la naturaleza, a identificar sonidos y sobre todo a socializar con los demás, a interactuar en grupo y a adaptarse a nuevos miembros en un equipo”, valora la especialista, en comparación con los juegos actuales que en su mayoría mantienen al niño dentro de cuatro paredes o frente a un televisor durante varias horas.
Para Angulo otro beneficio que los juegos de calle aportan a los niños es que generan mayor independencia y autonomía. “Hoy por hoy, la mayoría de los niños están creciendo con una fuerte dependencia hacia los padres incluso por cosas tan básicas como prepararse algo rápido para comer”, apunta la especialista.
A jugar
La profesora María Berríos Mayorga (q.e.p.d) es quizá la primera autora en recopilar en 1960 los juegos nicaragüenses. En su libro titulado, precisamente, Juegos Nicaragüenses, recoge un trabajo que le llevó muchos años y largas entrevistas con más de cien maestras de esa época. Su trabajo la llevó a numerar 134 juegos.
Nerón Nerón, Matatirutirulá, Arriba la pelota, Saltar con la cuerda, O-A y El tren son solo algunos juegos exclusivos para niñas, según describe el libro de la maestra Berríos. Aquellos particulares de varones incluían el Omblígate, Macho parado, Policías y ladrones, Vos L´andas, El cuartel inglés, El escondido, entre otros juegos que, según valora el periodista y estudioso del folclor, Wilmor López, “el dejar que desaparezcan por completo será muy doloroso porque estos juegos son un palpitar de la patria y entran en el folclor nacional”.
Pero las calles que antes se llenaban de chavalos corriendo y jugando, ahora se ven vacías de este tipo de diversión.
Para el historiador Roberto Sánchez, una de las causas que predominan ha sido la falta de espacios, “en la medida que se construyen casas se pierden los espacios”, dice Sánchez, que ve, entre otras razones, la falta de promoción de estos juegos en las escuelas. Recuerda que antes, en la educación de la década de los cuarenta hasta cercanos los años sesenta, las maestras se esmeraban en incluir estos tipos de juegos en la educación de los niños.
Precisar el momento en que estos juegos empiezan a desaparecer de la cotidianidad de los barrios es muy difícil para Sánchez, porque se debe tomar en cuenta cuando los juegos empezaron a modernizarse, el momento en que los juegos de mesa llegaron y la modernidad, que trajo otros juegos que se podían disfrutar en casa.
“Los juegos desaparecen como está desapareciendo la escritura a mano, se están perdiendo inexorablemente y con ello estamos perdiendo parte de nuestra identidad. No se puede ir en contra de la modernidad y quizá es esto lo que necesitan nuestros juegos, modernizarse”, apunta López.
Cuadra cree que estos juegos empezaron a desaparecer cuando las calles se volvieron peligrosas, cuando se llenaron de tráfico vehicular. “Los padres se volvieron más temerosos y no dejaban salir a sus hijos a la calle y además se empezaron a volver más cuidadosos y ya empezaron a ver mal el que los chavalos se ensuciaran. Los códigos empezaron a cambiar dentro de las casas y los chavalos empezaron a descubrir otros juegos”, apunta Cuadra.
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