Por Juan Carlos Ampié
La segunda entrega en la trilogía basada en la novela de J.R. Tolkien llega con un rugido que pretende tapar su inconsecuencia. Arrancamos con un breve flashback al encuentro inicial entre Gandalf (Ian McKellen) y Thorin (Richard Armitage), heredero del trono de los enanos que encabezará la tropa que se enfrentará al dragón Smaug para recuperar su reino. Inmediatamente, saltamos al punto donde nos dejó El Hobbit: Un viaje inesperado . El grupo que incluye al hobbit Bilbo (Martin Freeman), secreto portador del mítico anillo, encuentra refugio de los orcos en la casa de una criatura que cambia de forma. De ahí van al Bosque de los Elfos, y al Reino de la Laguna, y…
¿Importa acaso? Quizás los amantes del libro encuentren un placer especial en ver estos míticos lugares. Sin embargo, nada puede ocultar que estamos ante una básica historia de búsqueda, en la que los personajes se desplazan de un punto a otro, con ocasionales enfrentamientos escenificados como secuencias de acción. La artesanía es impecable, pero Peter Jackson ha estirado una trama que estaría bien servida en una sola película, para cobrarnos por mirar tres. De tres horas cada una. Y no se trata de fidelidad al texto. La combativa elfa Tauriel (Evangeline Lilly) es una invención de Jackson y sus guionistas, interesados en incluir un personaje femenino en el hiper masculino mundo de Tolkien.
El ritmo de este capítulo intermedio es mucho más acelerado que el del anterior, pero no logra justificar su alcance maximalista. A medida que el metraje avanza, nuestra atención se divide en múltiples dramas paralelos: Gandalf versus Nigromante; orcos versus elfos tratando de salvar al enano que Tauriel ama; los enanos debaten su estrategia final; orcos versus el barquero Bardo (Luke Evans); en la márgenes, el gobernante del Reino del Lago (Steven Fry) merodea con su lugarteniente (Ryan Gage)… Cada subtrama es más superficial que la otra. Son distracciones de la atracción verdadera. El dragón Smaug es un milagro de la tecnología, y el trabajo de voz de Benedict Cumberbatch lo convierte en el personaje más distintivo de esta sobrepoblada producción.
Jackson ha filmado esta nueva trilogía con la tecnología de “high frame rate”. Simplificando tremendamente el asunto, el filme tradicional se filma a 24 cuadros por segundo. El HFR duplica el número de cuadros a 48 por segundo. En teoría, esto produce movimientos de cámara con menos parpadeo, y una imagen más nítida.
Esta es la primera película que veo en HFR. Creo que es una de esas mejorías que no necesitamos realmente. Mientras más artificiales son los elementos en pantalla, mejor se ven. Eso quiere decir que los actores humanos sufren en el balance. Algunas tomas —pocas— parecen vídeo insertado en una película. El efecto se asimila como el estado normal de las cosas prontamente. La magia que realmente le hace falta a Jackson es la de la economía narrativa.
Una advertencia: la proyección a la que asistí en Cinemark tenía el sonido ajustado a un volumen ensordecedor. No solo en las secuencias de acción, sino en toda la película. Advertirle el hecho al personal no sirvió de nada. Los distribuidores locales me aseguran que los parámetros fueron definidos por Warner Bros. Si ese es el caso, prepárese para llevar protectores de oídos a todos los estrenos taquilleros del futuro. Si tiene que ver El Hobbit 2 por militancia tolkiniana, por lo menos no se haga acompañar de bebés o niños pequeños. No vale la pena que pierdan audición por una película.
Ver en la versión impresa las paginas: 19