Por Elida Rodríguez
Luego de largas horas de trabajo me dieron ganas de mimar mi estómago con una rica cena. Y pensé que un gustazo una vez al mes no hace daño o que unas libritas más no me caerían mal, así que salí con mi hermano en busca de una buena carne asada con gallo pinto. De pronto un retenedor de velocidad casi invisible frente a la iglesia Pío X en Bello Horizonte desestabilizó la motocicleta en la que íbamos.
Mi experimentado conductor logró evitar nuestra caída. Pero en ese instante pensé en lo frágil que somos los seres humanos, aún más a bordo de una motocicleta, porque somos la coraza y hasta el parachoques al momento de un accidente de tránsito o percance en la vía, donde podés colapsar a causa de una simple piedra, un poco de arena o por algo que está muy de moda en Managua: manjoles sin tapas.
Pero aun con todos los golpes que una caída puede provocar en el cuerpo, hay miles de motorizados que retan al peligro, apuestan por la adrenalina o salen a la carretera en su vehículo de dos ruedas bajo los efectos etílicos.
Los resultados de esa apuesta se ven a diario en los noticieros donde predomina la nota roja y en las estadísticas policiales, que el año pasado indicaron que el 33 por ciento de los muertos en accidentes de tránsito fueron motorizados.
Esas reflexiones trajeron a mi mente el recuerdo de la primera vez que vi un cadáver. Dicen que para todo hay una primera vez y la mía fue traumática. También dicen que los periodistas debemos ser valientes y actuar con rapidez ante situaciones extremas sin perder el toque de sensibilidad.
Lo irónico del asunto es que nada de eso puse en práctica en mi primera vez.
Salí con mi camarógrafo de las instalaciones de la televisora donde realizaba mis pasantías profesionales, porque mi jefe nos delegó la cobertura de un accidente en las cercanías del semáforo del Hospital Militar en Managua.
Me bajé del jeep blanco con el micrófono en mano y lista para averiguar qué había pasado. En el lugar estaban unas diez personas que formaban un círculo, solo podía ver los zapatos de alguien que yacía en el suelo. Me abrí paso entre los curiosos y vi a un paramédico aplicando primeros auxilios. A los pocos segundos sentí que mis fuerzas se escurrían por el pavimento, al igual que la sangre del accidentado.
En el pavimento estaba el cuerpo de un joven periodista con quien solo compartí sonrisas en los pasillos de la televisora. Su rostro, ahí, esa noche me dejó sin palabras.
Poco a poco me alejé del grupo de personas, quería imponer distancia entre aquella escena y yo. Alejarme lo más pronto del cadáver del hijo, esposo y padre que esa noche perdió la vida. Fue como un instinto que no pude controlar. Estaba helada e impresionada. Ni las clases más especializadas de Comunicación Social te preparan para un momento así, que también puede vivirse en la cobertura de un desastre natural o una violenta protesta.
Un palmazo en la espalda me incorporó a la realidad. “Apurate chavala, estas cosas se hacen rápido”, expresó con voz experimentada Rafael, el camarógrafo, quien después de grabar un par de minutos decidió que regresáramos al canal de televisión.
Al llegar el jefe pidió ver las imágenes y tras unos minutos de reflexión decidió no lanzar el “última hora” por respeto a los familiares y amigos del colega.
Mis pasantías concluyeron esa noche. Al día siguiente decidí que la televisión no era para mí y mucho menos la cobertura diaria de nota roja.
Creo que como periodista fui un desastre mi primera vez y aunque ahora, después de siete años, ver un cadáver no representa un trauma psicológico, espero no perder la sensibilidad ante situaciones similares o con mayor complejidad, porque es un recurso indispensable al momento de plasmar la historia en papel.
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