Por Amalia del Cid
La madrugada llegó fresca y con una incierta amenaza de brisa. Pasadas las 2:00, Pablo, el capataz, hizo una pausa en su tarea de hacer nada y se compró otro café, previendo que la espera se prolongaría por al menos otras seis horas. Llevaba una ligera camisa blanca y el equipaje listo, para ganarle al tiempo los minutos robados por la burocracia.
Había llegado a las 6:00 de la tarde anterior, con la intención de asegurarse un puesto cerca del portón de entrada del consulado de Costa Rica. Se formó al final de una fila de quince metros, junto con otros nicaragüenses, igual de ansiosos, igual de urgidos. Hay que llevar verdadera prisa para esperar durante más de 13 horas por una visa. Por supuesto, eso no aplica a la tribu de los vendedores de puestos. Ellos no van a ningún lado y no tienen más urgencia que la de encontrar un “tardero” que les compre, a 20 dólares, su lugar en la línea.
Poco después aparecerían las empleadas domésticas, las cocineras, los peones de campo, los desempleados y los obreros de la construcción, jóvenes, revoltosos, parlanchines. Bajo un cielo sin estrellas, fueron acomodándose a lo largo de la calle donde funciona desde hace unos meses el nuevo consulado tico en Managua: un cuadrado imponente, celeste, de grandes ventanales oscuros.
La llegada de un consulado tico significa alboroto, calle cerrada y mercadito ambulante. Además, las filas son peores que las de banco en día de pago. Nomás téngase en cuenta que de diciembre a abril de 2014, es decir cuatro meses, Costa Rica aprobó más de 90 mil visas a nicaragüenses y negó unas nueve mil.
“Todos los días hay fila, pero ahorita está así de grande por la Semana Santa”, señalaban los viajeros, expertos sin título en asuntos de migración. Por lo común, decían, al acabarse las vacaciones los nicas migrantes regresan a sus trabajos en Costa Rica, si los tienen, o se van a la buena de Dios para probar suerte en lo que salga. Ninguno de estos era el caso de Leo, el “taxero pirata” que a media madrugada empezó a bajar todos los santos que conocía y los que se inventó para la ocasión.
—Estuve ilegal un mes y seis días después de que se me vencieron los 30 días de la visa y tengo que regresar por un carro que dejé— explicaba afligido, pasaporte en mano, a sus compañeros de fila, cuando la cola ya medía dos cuadras largas.
—Confiá en Dios. Te van a dar la visa, vas a ver. Un mes es babosada— intervino una sonriente morena que durante 14 años trabajó como cocinera en territorio tico. Esta vez intentaría pasar a sus hijos por la vía legal.
No muy convencido, Leo siguió bajando santos. Y se sentó, suspirando, en el pavimento, cerca de los caramancheles donde vibraban las fotocopiadoras.
Insistentes como moscardones, los vendedores de boletos ofrecían “paquetes completos”: “Seguramente usted va a salir del consulado a las 9:00 de la mañana. Compre un pasaje en el bus que sale a las 10:00 y lo llevamos a la terminal para que lo agarre”. Pablo, el capataz, no compró nada. Acababa de recibir una llamada crucial. La de su patrón tico.
A un par de horas de que el consulado abriera, tomó su mochila y le pidió al más gritón de los taxistas afincados en la zona que anunciara un lugar vacante.
—¡Se va mojado! —pregonó el taxista—. ¿Quién anda solo para que agarre su lugar?
El capataz no perdió más tiempo. Se subió a un taxi rumbo a la terminal de buses del mercado Roberto Huembes, ahí tomaría uno hacia Peñas Blancas, donde se encontraría con el patrón. Juntos cruzarían la frontera.
Desde su puesto, un envidioso Leo lo vio partir.
—Esa es la ventaja de ser un buen obrero y tener un buen patrón. Los ticos pasan fácilmente, sobre todo si andan en camionetonas —observó un colochón grande y gordo. Y rojo de risa, agregó: ¡Lo que no entiendo es por qué ese patrón no lo llamó desde ayer!
Leo sonrió tímidamente. Y buscó otro nombre en el santoral de su cabeza.
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