2.7 millones de dólares correspondieron a las exportaciones de papel y cartón en 2013
4.2 millones de dólares se exportaron en 2013 en desechos de papel
422 mil dólares se exportaron ese mismo año en vidrios y sus manufacturas
Para estar “legal” también deben tener centros de almacenaje que cuente con techo y suficiente oxigenación. Asimismo cumplir con normas de higiene y seguridad, tener personal capacitado y no permitir el trabajo infantil.
Los métodos permitidos para procesar los desechos metálicos son la trituración, compactación de los materiales.
Los trabajadores de los camiones recolectores de la Alcaldía no deben clasificar ni vender productos reciclables. Los centros de acopio tampoco deben comprarle a ellos. Esta es una de las prohibiciones que más se irrespetan.
Tampoco se consiente la venta y destrucción de baterías usadas para pequeños, medianos y grandes acopios. Solo algunos exportadores están autorizados a hacerlo, con diversas medidas de seguridad.
El manejo de la chatarra electrónica es uno de los menos regulados por las autoridades y, también uno de los más peligrosos. Algunos elementos tecnológicos comunes contienen sustancias tóxicas y cancerígenas.
Para todo incumplimiento de las normas impuestas existen multas que van desde los 5 mil hasta 50 mil córdobas.
Acopio Pequeño y Mediano: Es un depósito intermedio de los desechos. Genera empleo directo a más de 10,000 familias.
Acopio Grande: Es aquel que funciona como una estación de transferencia. Reciben, clasifican y semiprocesan (compactan), el material reciclable, sostienen a más de 5,000 cabezas de familia.
Exportadores: También son acopios grandes, generalmente trabajan con empresas y generan un estimado de 1,000 empleos directos.
Pepenador: (churequero), se dedica a la segregación y venta de residuos.
- “Lo que para unos es basura, ellos (pepenadores) lo convierten en dinero, por esto también son considerados como‘trabajadores informales’, que se calculan en unas 3,000 personas, solo en
- Managua”.
- Elsbeth D’ Anda, director del programa ReciclaNica de Fonare.
Por Mónica García Peralta
La pesa marca silente 25.65 libras, mientras en contraste los pedazos de zinc, partes de perlines, residuos de hierro y uno que otro rin de bicicleta chirrean y añaden aún más ruido al escandaloso barrio. De inmediato algunos billetes y monedas salen del sucio delantal de una señora: C$$69.25 córdobas. “Hoy no fue un muy buen día”, dice William Medina, chatarrero desde hace ocho años. Él es uno más de los 30 mil nicaragüenses que viven de la chatarra.
Esta tarde, igual que hace unos ocho meses, su camioneta se parquea frente a la chatarrería de doña Socorro Castellón, quien sentada en su silla plástica observa atenta la numeración que sube y baja de la pesa, para calcular el pago que resulte de multiplicar 2.70 córdobas por cada libra.
Mientras, la señora recuerda cómo dejó de vender verduras en el Mercado Oriental para dedicarse a este negocio. El viaje en ruta, según dice, desgastaba sus 50 años, pero además se decidió animada por la sorpresa que llegó a su tramo.
Era un muchacho, recuerda, de aspecto desaliñado, sucio, hediondo y sudoroso. Su apariencia no concordaba con los dólares en su mano.
—¿De dónde sacaste tanta plata hijo? —le objetó la señora.
—Vendiendo chatarra, abuela —respondió el churequero.
Fue así como doña Socorro entendió que era un negocio más fácil de manejar, sin perder nada. “Las verduras son perecederas, pero el metal hasta oxidado vale”, dice. Las ventajas que ella encontró no se quedan ahí, pues además pensó que así podría manejar el negocio desde su casa para dedicar todo su tiempo a proteger a su hija.
“Es que mi niña (una adulta)… mi hija tiene una enfermedad mental. Así me es más fácil cuidarla, yo tengo que trabajar… tengo que mantenerla hasta que pueda”, menciona la dama de los metales, como le llaman, por haberse iniciado en la chatarra en Monseñor Lezcano, hace más de 20 años, en un negocio que ahora cubre varias calles cerca de donde fue el Banco Popular.
En su casa desapareció cualquier rastro de lo que un día fue su sala para convertirse en su bodega improvisada. A doña Socorro no le pesan mucho sus 74 años para seguir trabajando. Se sigue levantando a las 7:00 de la mañana a diario. Se sienta en su silla de plástico para observar a los dos mozos a su cargo. Ellos forman una y otra vez la gran montaña de chatarra.
Antes doña Socorro solía viajar a otras bodegas más grandes para hacer las transacciones directamente con el exportador, pero ahora le vende a la chatarrera que inició dos años después que ella, que está frente a su casa, donde cada semana llega el contenedor.
GRAN NEGOCIO METÁLICO
“Este es un negocio de centavos”, asegura Janny Tercero, quien tiene una empresa de acopio de metales desde el 2009.
La empresa de Tercero es Hanter Metal, ella recibe todo tipo de chatarra a nivel macro, de empresas o acopios medianos. Con esto puede lograr exportar unas 100 toneladas de baterías usadas y otras 100 de aluminio, que compra entre 700 y 1,000 dólares por tonelada, este es uno de los 220 centros de acopio y exportación que tiene el país.
“La gente cree que reciclar es solo mandar el producto —continúa Tercero— nosotros somos parte de la cadena de valor, pero solo una parte. La ganancia real se la llevan los países que tienen la capacidad de convertir esa chatarra en un material que pueda volverse a usar. En Nicaragua aún no puede hacerse eso”, menciona Tercero.
COMO MANÁ DEL CIELO
Al otro lado de Managua unos días atrás, se formó un hormiguero. La Alcaldía de Managua decidió demoler 49 edificios después de una sacudida de 6.2 grados en la escala de Richter, considerada terremoto ese 10 de abril de 2014. Las viejas columnas que sobrevivieron a otro terremoto 42 años atrás, fueron derribadas por palas mecánicas. El concreto aún yace hecho trizas sobre las propiedades, pero no queda una sola gota del hierro que las mantenía en pie.
Los que exprimieron los muros y columnas de esos edificios de años conforman el último eslabón en la cadena de la chatarra y son conocidos como “pepenadores”, mejor descritos por la mayoría como delincuentes, huelepega, drogadictos y borrachos.
—Yo no soy nada de eso. Yo soy recolector —niega Carlos Balmaceda quien habita en el Jorge Dimitrov y desde las 5:00 de la mañana, empuja su carretón de madera hacia Altamira. De regreso al mercado Oriental con el sol de mediodía carga entre 60 y 70 libras de toda clase de desperdicios.
Él es parte de un gremio más informal que el de la chatarra misma. Son quienes hurgan en la basura de los residenciales, en los cauces, o bien que andan en los barrios con una sed insaciable no solo de metales, sino de todo material reciclable.
“En un buen día ellos pueden reunir unos 190 o 200 córdobas, vendiendo todo tipo de materiales entre uno y dos córdobas por libra. Es un buen salario”, menciona Elsbeth D’Anda, director del programa ReciclaNica, del Foro Nacional de Reciclaje
Carlos Balmaceda intenta hacer cálculos de lo que gana al día mientras tantea sacar un poco de la mugre entre sus uñas. Pronto desiste de su limpieza al ver que es inútil y se conforma porque sus dedos también han quedado ennegrecidos. “No hay trabajo y nos hemos dado cuenta que esto es rentable. Da para sobrevivir”, deduce la matemática del pepenador.
UN DÍA TRAS DÍA
William Medina, por su parte, acaba de regresar de León. Las latas oxidadas salen una tras otra de su camioneta, mientras cae la tarde.
“A todo le hallamos beneficio, aunque la gente a veces quiere que paguemos demasiado”, menciona. Él antes trabajaba en un autolavado y con el dinero ahorrado se compró su “porra blanca”, como él llama a su camioneta llena de chatarra.
Amarró un megáfono sobre la cabina de su vehículo y ocho años atrás salió a las calles a pregonar: “Compro todo lo que sea de hierro, abanicos viejos, latas viejas, baterías viejas, aluminio, aluminio, aluminio”, repite a veces en León, otras en Granada e incluso, cuando las ventas van bien, se aventura hasta Juigalpa. Su recolección recibe un pago de entre 5 y 10 córdobas por quintal.
Medina acepta que el cansancio en sus brazos no hace el trabajo tan fácil como algunos piensan. Y está consciente del peligro. “En los primeros años me cayó un motor en los pies, dos dedos me quedaron de lado”, recuerda. Ni así dejó de trabajar.
El viaje a León le costó ida y vuelta mucho más de lo que ganó. “Este fue un día malo”, repite mientras hace un gesto de negación, como si no lo pudiera creer. Aún así el chatarrero, como le llaman en su barrio se apura a recibir sus C$$69.25 córdobas. Los cuenta, enrolla, y finalmente los lleva a su bolsa, de donde saca las llaves de su vehículo con dirección a su casa. Doña Socorro Castellón, mientras tanto, le orienta a sus mozos que se preparen para cerrar.
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