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Señor, enséñame a gobernar

Mañana cuando en la Santa Misa se proclame la Palabra de Dios, escucharemos del primer libro de los Reyes al rey Salomón haciendo oración al Señor. Aunque era muy sabio, se siente poca cosa, es humilde, y para gobernar bien a su pueblo le pide a Dios: “Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien“.

PBRO. MARIO SANDOVAL

Mañana cuando en la Santa Misa se proclame la Palabra de Dios, escucharemos del primer libro de los Reyes al rey Salomón haciendo oración al Señor. Aunque era muy sabio, se siente poca cosa, es humilde, y para gobernar bien a su pueblo le pide a Dios: “Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien“. ¡Qué petición tan necesaria! Gobernar, dirigir a un grupo, a una familia, a una comunidad… y cuanto más grande sea con mayor razón, es siempre difícil. Difícil, porque los humanos somos con frecuencia complicados y bastante conflictivos. Y difícil, porque otras veces los problemas surgidos tienen en sí mismos una dificultad que supera, del todo, o en parte, la capacidad de quien gobierna: políticos, padres de familia, sacerdotes, educadores, médicos, empresarios, sindicalistas…”

No cabe la menor duda de que Dios no pasa de largo, no pasa mirando hacia el lado contrario de donde están los problemas. Y también está claro para un creyente que Dios sabe infinitamente más que el hombre, por muy sabio que este sea. El buen gobernante necesita la luz y la ayuda de Dios. Y para que esa ayuda sea eficaz es imprescindible tener un corazón dócil para ver con claridad lo que es bueno, y hacerlo, y lo que es malo, y evitarlo. Solo de esa manera acertará en las decisiones que tome. El hombre siempre necesita de Dios

Cada quien debe intentar gobernarse bien a sí mismo, el capitán del barco de la propia vida es uno mismo. Tenemos todos, como primera obligación, caminar por los caminos de la verdad y del bien para alcanzar el fin último para el cual Dios nos ha creado, que es llegar al cielo y vivir en Él y con Él para siempre. Para que sea así, todos necesitamos un corazón dócil para gobernar nuestra propia vida, para discernir el mal del bien. Para ello se requiere ir adquiriendo una buena formación cristiana, con la que conozcamos qué cosas coinciden con la Ley de Dios y cuáles van en dirección contraria; llevar una vida de oración, que nos ayude a oír la voz de Dios; y acercarse frecuentemente a los sacramentos.

Ese corazón dócil nos conducirá, sin duda, a buscar el tesoro escondido del que habla Jesús en el evangelio de este domingo. Que nadie se confunda. Este tesoro no es el oro, ni la plata, ni las cuentas corrientes, ni las casas, ni las fincas, ni las joyas.

El tesoro, por el que vale la pena prescindir de todo eso que llamamos tesoros, es la vida divina, la gracia santificante, que se adquiere en el bautismo, que hace que la Santísima Trinidad habite en el alma y que, con la ayuda de Dios y la colaboración del hombre, es motor para realizar abundantes obras de santidad. La gracia santificante en el alma es el verdadero tesoro que hemos de tener, valorar, proteger, defender y, si por debilidad lo perdiéramos a causa del pecado, recuperar cuanto antes con una confesión llena de un profundo y humilde arrepentimiento. El verdadero amor a Dios y el deseo de querer vivir bien nuestros compromisos bautismales han de llevarnos a mantener una lucha permanente por vivir siempre en gracia santificante con la ayuda de Dios.

Religión y Fe Dios humildad

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