Por Delwing Cruz Medina
Cada primero de agosto —desde que tengo uso de razón— mi mamá me llevaba a Santo Domingo de Guzmán. Muy temprano nos alistábamos para esperar al Santo en La Morita, cerca de las inmediaciones de la colonia Centroamérica. Cierro los ojos y todavía recuerdo el miedo que despertaban en mí los famosos “negros” o “diablitos”, cada vez que miraba venir uno hacia nosotros me abrazaba fuerte de la pierna de mi mamá, pero siempre alguno de ellos nos llenaba la cara y la ropa de aceite quemado. Jamás lo olvido.
Eso sí, tengo que confesar que me hacía feliz ver a las “vaquitas de Santo Domingo” y al Cacique Mayor. Todavía mi mamá conserva una foto donde aparezco junto con ellos, pero que hace mucho tiempo ya no veo.
Al llegar “Mingo” a La Morita lo encaminábamos hasta la rotonda de Cristo Rey y a veces hasta el Gancho de Caminos. Después regresábamos a casa y solo nos quedaba esperar hasta el próximo año para hacer, nuevamente, ese mismo recorrido. Ir a ver y bailarle al Santo es una devoción de la familia.
Un año me enfermé y mi mamá le ofreció a Santo Domingo que si me curaba iríamos a pasar toda la noche del 31 de julio y madrugada del primero de agosto a su vigilia, la cual se realiza en la Iglesia de Las Sierritas de Managua.
Me rehusé a ir por mucho tiempo. No me imaginaba toda la noche rodeado de los famosos “negros” que de niño me asustaban. Los años pasaron y un día de tantos mi mamá me dijo en tono regañón y con la voz entrecortada:
—Delwing Cruz Medina este año pagamos la promesa porque la pagamos. Vos ya estás grande. El año pasado casi me muero y me hubiese ido debiendo esa promesa. Vamos a invitar a tus tías para que nos acompañen. Este año sí vamos a la vigilia.
Solo la miré, me quedé callado y no tuve opción más que decirle que sí.
Llegó el día. No sería mi primera vez en una vigilia, ya que cada 7 de mayo vamos a la que se hace en honor a la Virgen de Cuapa, en Chontales. Sin embargo al entrar a la Iglesia de Las Sierritas me arrepentí de haberle dicho sí a mi mamá. Díganme puritano si quieren, pero no podía creer lo que veía, qué desorden, licor, cigarros, parejas besándose por todas partes.
En aquel ambiente cualquiera pierde la fe. Trataba de concentrarme, pensaba que quién era yo para juzgar, pero era imposible. En la Iglesia ya no alcanzaba ni un alfiler y la Santa Misa estaba a punto de comenzar. Aquello era una verdadera fiesta y los pocos que estaban llenos de devoción no lograban concentrarse. No fue una, ni dos, ni tres… las veces que el sacerdote se dirigió a los feligreses para pedir cordura, y que guardaran silencio. En vano, claro. En una esquina de la Iglesia una pareja se besaba y tocaba desenfrenadamente. Cerca del Altar Mayor dos hombres no aguantaron más y fue el lugar perfecto para dormir un rato bajo los efectos del licor. Mientras la chimenea humana que tenía al lado me ahogaba.
Son cientos de personas las que año con año llegan a la vigilia en Las Sierritas, en su mayoría personas que solo van a “pasar el rato”, sin embargo hay otros que van a pagar promesas a Santo Domingo de Guzmán por favores recibidos, como es el caso de doña Olga Mayorga, quien desde hace más de ocho años le baila al Santo por la salud de su madre, o don Ramón Molina, quien de rodillas y con veladora en mano entra a la Iglesia por su artritis. Y así, muchos otros.
Las agujas de mi reloj parecen haberse congelado. Una, dos, tres de la mañana… Al transcurrir la madrugada la vigilia sube de tono. Mi tía Migdalia está sofocada al igual que yo.
—No vuelvo a venir. Prefiero venir a verlo a la Iglesia, rezar, llevarle sus veladoras en cualquier fecha del año. Esto es un relajo —me dice.
Al fin está amaneciendo. Ahora nos tocaba salir de Las Sierritas rumbo a la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán en el viejo centro de Managua, a lo largo de la peregrinación se escuchan las marimbas, las bandas de chicheros, los morteros acompañados por los amigos de lo ajeno.
Seguimos caminando hasta llegar al lugar donde de niño esperaba al Santo, allí le digo a mi mamá que mi misión se ha cumplido, que me despido de “Mingo”, cuando en eso un “negro” se despide de mí, marcando mi cara con aceite quemado.
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