Por Amalia del Cid
Poco antes de las 9:00 de la mañana Mariela de los Ángeles López Hondoy salió de su casa en Monimbó, Masaya, para ir a trabajar. “Rosa, me voy. Ahí me ves a los chavalos”, le encomendó a su madre, antes de cruzar el portoncito de alambre que da a la calle y desaparecer para siempre. Llevaba un pantalón negro y la chaqueta de mezclilla azul que usaba siempre que iba a planchar ajeno. Por ese atuendo la reconoció su madre días más tarde, cuando su cuerpo fue hallado en los predios montosos de la fortaleza de El Coyotepe.
Era el jueves 30 de enero de 2014 y en una semana, el 7 de febrero, Mariela de los Ángeles cumpliría 29 años. Tenía el pelo largo, negro, liso, los ojos oscuros y dormilones y la cara redonda de su padre. Era de temperamento fuerte. “Enojona”, dice su mamá. Sobre todo cuando iba a entregar los motetes de ropa limpia y no le pagaban. “¡Para nada me maté lavando!”, se quejaba al regresar a casa.
Tenía una expresión dura, de pocos amigos, y según doña Rosa, quien la miraba pasar por la calle, “podía pensar que era una odiosa”, pero “en confianza era alegre y bromista”. Siempre salía seria en las fotos, salvo algunas excepciones, como esa donde es una niñita vestida de blanco que sonríe apretando los labios, detrás de la piñata de su Primera Comunión. Por entonces era dócil, demasiado dócil, y ni siquiera protestaba cuando sus compañeros de clase le pegaban. En una ocasión volvió a casa con la cabeza rajada, y ni así se quejaba. Pero a partir de los 11 años empezó a cambiar, hasta convertirse en una mujer que “no se dejaba de nadie”. Por eso su madre cree que no se rindió tan fácilmente el día que la mataron.
“Me llamaba Rosa. Nunca me llamó mamá. Ella me tenía confianza y yo le decía soy tu madre, tu amiga, tu hermana y lo que vos querás”, cuenta. Y no se explica por qué Mariela nunca le dijo que “un hombre la andaba pretendiendo”. Su hija era madre soltera y en 2013 empezó a salir con “un señor de Managua”, algo que desaprobaban sus hermanos mayores y doña Rosa, quien se separó del papá de Mariela, un carpintero, cuando ella tenía 7 años. Sin embargo, cuando esa relación terminó Mariela no volvió a hablar de pretendientes.
Mariela dejó cuatro hijos en la orfandad, tres niñas de 11, 10 y 3 años y un niño de 7. La abuela, doña Rosa, se ha hecho cargo de ellos y nuevamente está lavando ropa ajena, pese a sus problemas de circulación. El papá ayuda con la provisión semanal y llega a visitar a los niños todas las noches.
Doña Rosa supo de la existencia de Gabriel Ismael Sandoval Rodríguez, de 30 años, hasta varios días después del crimen. En una visita a la Policía, el oficial que llevaba el caso les dijo: “Ahí está. Ese es el hombre, ahorita lo vamos a investigar”, recuerda Óscar Leonel, hermano de Mariela.
Sandoval confesó a mediados de febrero. Dijo que ese jueves Mariela lo llamó para que se encontraran y le informó que volvería con su excompañero, que “de pronto (ella) se enojó” y ambos “perdieron el conocimiento”; que ella intentó agredirlo con un cable USB y él quiso “meterla en miedo”; que escuchó los quejidos de la muchacha y pensó que “estaba bromeando” y que se enteró de que estaba muerta hasta que encontraron su cuerpo, todavía con el cable en el cuello. Ese mismo día ofreció “disculpas” a la familia de Mariela.
“Él puede decir lo quiera, pidió perdón, pero eso no la va a revivir”, suspira doña Rosa, sentada en el patiecito de la casa, donde brincan, con una pata amarrada, las palomas grises que su madre cría y vende para que sean liberadas cuando pasan los santos, en las fiestas religiosas de Masaya. A Mariela le encantaban esas procesiones y los hípicos, las tradiciones. Alistaba a sus cuatro hijos, tres mujeres y un varón, y los llevaba a ver El Torovenado.
Pero no hubo demasiada diversión ni muchos amigos en su vida. Lavaba y planchaba ajeno desde la adolescencia, porque abandonó la escuela cuando estaba en primer año de secundaria. Ella relevó a su mamá en el oficio, pues doña Rosa tiene serios problemas de circulación y las piernas hinchadas, por lo que no puede estarse tanto tiempo de pie. “El día se le iba en trabajar”. Se levantaba a las 3:00 de la mañana para guardar agua en baldes y barriles y se instalaba en el lavandero, cuenta su hermano Óscar Leonel. Desde ahí saludaba a gritos y por apodo a quienes pasaban por la calle: “¡Adiós Caité! ¡Oe, Gaspar! ¡Oy, Patitó! ¡Oye, Moncho!”.
Y doña Rosa la regañaba:
—De repente te van a dar tu pedrada, porque sos necia.
Despedida
A Mariela le gustaba escuchar la radio La Consentida. Fue en esa emisora que, la mañana del lunes 3 de febrero, su madre escuchó la noticia de que el domingo habían encontrado el cadáver de una mujer morena, de pelo largo, vestida con pantalón negro y chaqueta azul, con el rostro desfigurado por las aves de rapiña. Doña Rosa sintió que le daban “un pencazo”. Ahí estaba, al fin cobrando forma, el mal presentimiento que la acompañaba desde el jueves. Empezó a llorar, repitiéndose: “Es mi hija, esa es mi hija, es mi hija”. Y le pidió a sus hijos que fueran a buscar el cuerpo.
En los días posteriores, la menor de las hijas de Mariela, de 3 años, pasó acurrucada en un rincón, abrazada al mueble donde estuvo el ataúd de su “mama Nena”. Y el niño, de 7 años, no se despegaba de la malla de su colegio. Le pedían que fuera a jugar y él respondía:
—Yo quiero que venga. Aunque sea un momentito quiero volver a ver a mi mamá.
—Te voy a traer una foto —prometía su abuela. Y él lloraba:
—En foto no la quiero. Yo la quiero viva.
Tampoco ha sido fácil para doña Rosa. “Solo yo sé lo que estoy pasando”, dice, sumida en los últimos recuerdos que le dejó su hija:
Mariela de los Ángeles está alistándose para salir de casa. Ya guardó en su bolso la receta de las pastillas que su mamá le encargó comprar y tiene a mano la chaqueta azul que usa para protegerse del “sereno” cuando termina de planchar. Antes de partir, le pide a su madre que le haga un “doblez, bien hechito” en los tirantes de una camisola azul. “Es que cuando me agacho a planchar, Rosá, se me miran las pechonalidades y eso a mí no me gusta”, le explica divertida. Luego se va. Es un momento trivial. Pero su madre lo recordará toda la vida.
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