En esta fiesta de la Purísima ¿cómo hablar de María con la suficiente ternura y con la necesaria verdad? ¿Cómo explicar su sencillez sin retóricas y su hondura sin palabrerías? ¿Cómo decirlo todo sin inventar nada cuando sabemos tan poco de ella, pero ese poco que sabemos es tan vertiginoso?
Los Evangelios, y es lo único que realmente conocemos con certeza de ella, no le dedican más allá de doce o catorce líneas. ¡Pero cuántos misterios y cuánto asombro en ella!
Ya el ángel Gabriel, al ver a María, la saludó diciendo de ella que era la “llena de gracia, que Dios estaba de su parte” (Lc. 1,28). José, por encima de sus dudas al ver a María embarazada, como conocía, sin duda alguna, qué clase de mujer era la que iba a ser su esposa, dice el evangelio de San Mateo: “La tomó consigo” (Mt. 1,24).
Su prima Isabel, cuando ve que María se ha acercado a su casa para visitarle, solo tiene alabanzas para ella: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿de donde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?… ¡Feliz tú porque has creído! (Lc. 1,42.43.45)”. Y una mujer del pueblo, al oír a Jesús, no tiene más remedio que gritar ante la gente: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron” (Lc. 11,27).
Los cristianos, cuando miramos el rostro de María, la madre de Jesús —que Él nos la dio como madre nuestra—, nos quedamos admirados no solo por la belleza con que la pintan los artistas sino, sobre todo, al contemplar la riqueza de sus envidiables valores humanos y ejemplar fe.
¿Qué por qué nos sentimos orgullos al ver el rostro de María? Porque María fue esa mujer que pasó por la vida, como su hijo Jesús: “Haciendo siempre el bien” (Hch. 10,38). María fue una mujer de auténtica fe, escuchaba y guardaba siempre la palabra de Dios (Lc. 11,28).
María pudo decir con toda autoridad aquellas palabras con las que termina San Lucas la narración de la Anunciación: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1,38).
SIEMPRE HIZO EL BIEN
María fue la mujer que pasó por este mundo, como Jesús, “haciendo siempre el bien”: ¡Eso es creer, eso es hacer lo que Dios quiere, eso es ser siempre fiel a Dios, a los demás y a sí mismo: eso es ser Inmaculada, sin pecado porque siempre le dijo “Sí” a Dios!
María, la Purísima, la Inmaculada siempre fue propiedad de Dios, pues como dice San Juan: “El que obra el bien, es de Dios” (3 Jn. 11).
¡Qué gran lección nos brinda María a todos cuantos nos acercamos a ella con un corazón sincero!
Todos necesitamos mirar más el rostro encantador de María, la Inmaculada, la Mujer que pasó por este mundo haciendo solo el bien, como su Hijo Jesús. Nuestra Nicaragua necesita de mucha gente comprometida, como María, en hacer el bien, gente comprometida en estar totalmente al servicio de Jesús como Ella.
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