Ciertamente que María no es Dios, fue un ser humano como cualquier otro, pero Dios estaba con Ella (Lc. 1, 28). Dios la eligió para que fuera la Madre de su Hijo (Lc. 1, 31-32. 35). Por eso gritamos a Jesús aquel piropo que una mujer le dijo: “Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc. 11, 27).
Ciertamente que María no es Dios, fue un ser humano como cualquier otro, pero siempre le dijo a Dios “Sí”, fue eternamente su esclava (Lc. 1, 38. 48) y fue una gran creyente (Lc. 1, 45), como lo dijo Jesús: “Escuchó la palabra de Dios y la llevó a la vida” (Lc. 11, 28).
Ciertamente que María no es Dios, fue un ser humano como cualquier otro, pero el Señor hizo en Ella maravillas (Lc. 1, 49). Y Dios la llenó de Su gracia (Lc. 1, 28).
Ciertamente que María no es Dios, fue un ser humano como nosotros, pero Dios le llenó de humildad y por eso se pudo profetizar con toda autoridad que Dios “exalta a los humildes” (Lc. 152), “colma de bienes a los hambrientos y es eterna su misericordia” (Lc. 1 53-54). Y, sin duda alguna, que ante Ella no podemos más que gritar sino como lo hizo su prima Isabel: “Bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1, 42).
Ciertamente, si María fue esa gran creyente, María no puede estar sino en la casa del Padre, allí donde está su Hijo, y donde iremos todos cuantos en Él hayamos creído.
Ciertamente a María no podemos verla sino donde el Padre Dios la tiene: en lo más alto de su gloria: en lo más alto del cielo y vigilando desde allí a sus hijos, los hijos de esta tierra. Una mujer así, como María, no puede sino estar gozando, a raíz de su muerte, de la Vida y la gloria del Dios en quien siempre creyó y del que siempre se fió, del Hijo a quien brindó su propia carne y sangre, y del Espíritu del que siempre gozó.
Ciertamente, María se lo mereció, Dios miró su vida y le dio el premio merecido. Ella fue la fiel hasta el fin y, como decía el mismo Jesús: “El que persevere hasta el fin, ese se salvará” (Mt. 10, 22). Ella corrió en esta vida de tal manera que llegó a la meta y se mereció el premio, como dice San Pablo: “¿No saben que en las carreras del estadio todos corren, más uno solo recibe el premio? ¡Corran de tal manera que lo consigan!” (1 Cor. 9, 24).
La fiesta de la Asunción de María es la fiesta de la esperanza. En María su esperanza ya se hizo realidad. Ahora nos toca a nosotros soñar con esa esperanza que ella soñó: Gozar de la vida donde ya no existe el miedo a la muerte, como nos dice el libro del Apocalipsis: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y serán su pueblo y Él —Dios con ellos—, será su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap. 21, 3-4).
