Muchas veces en la vida de nosotros y de los pueblos, el pasado anochece como le sucedió al pueblo judío. Y hay siempre un renacer de otro pueblo nuevo, como en tiempos de Jesús (Lc. 3,1-2), y que da sus primeros pasos con Juan el Bautista, el hijo de Zacarías. De ahí el uso del simbolismo del desierto desde donde se va a empezar a dar un mensaje divino nuevo. Un cambio histórico empieza a amanecer.
Estamos cerca de la Navidad y el centro de toda esta fiesta tenemos que ponerlo en ese niño que nace con quien nace también el primer paso de ese nuevo pueblo, ese nuevo hombre capaz de construir esa nueva sociedad que todo ser humano desea.
Es en Jesús y solo en Él, donde deben estar fijas nuestras miradas en estos días, y es en Él donde tenemos que poner nuestra mirada, como nos dice ese gran profeta, Juan el Bautista, que iba proclamando por toda la región del Jordán la necesidad de una sincera conversión: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas” (Lc. 3,4), como nos lo avisaban ya también los profetas Isaías y Baruc (Is. 40,3-5; Bar. 5,7).
En nosotros hay demasiados caminos torcidos que enderezar. Tomamos demasiados caminos errados que nos conducen a una mala vida y peor convivencia. Hay demasiados huecos en la vida que tenemos que rellenar. Son demasiadas las montañas, los orgullos tontos que tenemos que rebajar.
Este será también el grito que nos dará Jesús, cuando empiece su vida pública: “Conviértanse” (Mc. 1,15). Este será también el grito de Pedro, cuando surjan los primeros creyentes en Jesús y le pregunten a Él y a los demás apóstoles: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” Pedro les contestará: “Conviértanse ” (Hch. 2,38).
El grito de cambio que escuchamos también hoy nosotros es el grito al que nunca podemos cerrar nuestros oídos: necesitamos cambiar ya que las personas solo cambiamos de verdad, cuando nos damos cuenta de la consecuencia de no hacerlo.
Hoy una de las palabras que más se escuchan en nuestro país, es la palabra “cambio”. La escuchamos aún en aquellos a quienes el cambio parece que solo es pura palabrería, porque seguimos tirando por los suelos todos esos valores que son imprescindibles para crear ese hombre nuevo y esa nueva sociedad capaz de crear una convivencia en paz y solidaridad.
Le pedimos al gobierno que cambie. Le pedimos a los partidos políticos y a los sindicatos que cambien. Le pedimos a padres y a hijos que cambien. Le pedimos a obreros y empresarios que cambien. Y la paradoja es que: todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo.
Si pedimos cambios, es porque algunos se dan cuenta de que, si seguimos así, las cosas cada vez van a ir de mal en peor. Pero para que pueda haber cambio, necesitamos todos, darnos cuenta que algo está marchando mal. Los escribas y fariseos no cambiaron porque “teniendo ojos no querían ver y teniendo oídos no querían oír” (Mc. 8,18).
Sería tonto lamentarnos del mal sin hacer algo para eliminarlo. Como Juan el Bautista nos habla claro hoy: solo hay un camino para encontrarnos con Jesús que se acerca y es el de enderezar nuestra vida. Navidad es fiesta, porque ese Jesús que nace, nos invita a ser conscientes de la necesidad imperiosa de cambiar.