Dice Salmos 25 en sus versículos 4, 5 y 6: “Muéstrame oh Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas. Encamíname en tu verdad, y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día. Acuérdate, oh Jehová de tus piedades y de tus misericordias que son perpetuas”.
Hay momentos en la vida del hombre que marcan su historia. Por muy pequeños que puedan ser, se vuelven inmensos y en el
pensamiento quedan perpetuos por siempre.
Por circunstancias de la vida me ha tocado en los últimos días vivir momentos muy difíciles, los cuales me ha ayudado a conocer la realidad del mundo en que vivimos.
En las puertas de los hospitales se escriben historias que nadie conoce, donde no existe ni un Brat Pitt, ni una Salma Hayek o pudieran decir muchos un Leonardo Di Caprio o Jennifer López. No son ninguno de ellos. Son personas en el anonimato, que salen y entran de las puertas donde se definen el destino de su vida. Al echar una mirada a mi alrededor puedo decir con certeza que en estos lugares se mira la realidad de nuestro país.
Observar niños llorando, mujeres campesinas haciendo filas y soportando el látigo del sol, la inclemencia del viento y los estados de ánimo de enfermeras, enfermeros, médicos y guardas de seguridad, padres de pocos recursos y de localidades distantes cuidando a sus hijos, mientras lloran en espera de su ser amado.
Y al filo de una hamaca con sus enseres tratan de sobrevivir mientras otras luchan por su existencia dentro de este edificio. He estado por muchas noches y mañanas en el mismo lugar y durante este tiempo logré entender cómo los seres humanos hemos creado desigualdades sociales, donde un traje, un nombre, un vehículo, el dinero hacen la diferencia.
Son tu pase de cortesía que se conjuga con palabras amigables: ¿Cómo está doctor? ¿Cómo está licenciado? ¡Adelante mi bella dama! ¡Claro que sí, mi amigo! Pero por el otro lado de la moneda: haga fila, no moleste, no insista, no hay entrada, lárguese, o palabras que tocan el corazón, cuando muchos de nosotros queremos escuchar palabras que denoten amabilidad y poder ver a quiénes amamos.
Aquí quedan perpetuas las injusticias de la vida y como dijo alguien “El hombre es lobo del hombre”. Es difícil encontrar alguien que te extienda la mano cuando estás en medio del camino, herido, lastimado y al filo de la muerte. ¡En Nicaragua se ha perdido la vocación de servir!
Decía una canción: “Qué triste vive mi gente en casas de cartón”. En los hospitales la gente duerme en el piso helado, sucio y sórbido, con sus hijos entre sus brazos bajo el abrigo de la madre y el esposo o algún familiar velando el sueño en espera de un amanecer pronto. Otros desesperados caminan de un sitio a otro toda la noche; lágrimas se escurren en las mejillas de las madres, los pensamientos más extensos pasan por la mente de todos, mas el sonido del silencio hace un eco estruendoso en los oídos de todos, llantos, quejas, dolores, ofensas, son las notas musicales que usted logrará ver en la sala de emergencia.
Veo correr enfermeros, médicos a quienes se les pone en sus manos con confianza y sin conocerlos la vida de nuestros seres amados. Al filo de la medianoche, el frío agobia, los párpados se cierran y el cuerpo cae dominado.
Después de varios días de desvelo bajo la inclemencia del sol y aunque los esfuerzos son para seguir firmes, caen doblegados y cuando crees que todo está perdido, dices: “Dios ayúdame”. Y entre ojos adormilados, ves al buen maestro quien te levanta y te carga y te dice: “Ya todo ha terminado. Levántate y anda”.
Amigos esa es la realidad que se vive en los hospitales de nuestro país. Hago la reflexión para que todos ayudemos. Como dijo Gabriela Mistral: “Dios que da el fruto y la luz, sirve. / Pudiera llamarse así: “El que Sirve”. / Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos/ pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién?/ ¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre? ¡Sirve!
El autor es Presidente Nacional de RENITURAL. Miembro del Consejo Mundial de Turismo