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Misioneros y profetas de la vida y de la misericordia

De las realidades por las que vale la pena entregarse, sacrificarse y que merece la pena luchar, es por la vida.

De las realidades por las que vale la pena entregarse, sacrificarse y que merece la pena luchar, es por la vida. La vida es el gran valor de los hombres. Toda nuestra ilusión y preocupación es vivir y vivir bien todos.

Pero la vida, muchas veces, pasa por momentos muy difíciles y duros. Son miles de obstáculos que se nos presentan y tenemos que solventar y montones de problemas que tenemos que resolver. Es en Dios donde está la fuente de la vida, como dice el salmista: “En Ti está la fuente de la vida” (Sal. 36, 10).

Dios no solo es el creador de la vida, aparece en la Biblia como el gran defensor de la vida: Es en Dios donde la vida siente fortaleza y seguridad: “El Señor defiende mi vida” (Sal. 27, 1; 54, 6). Y, lógicamente, si Dios se preocupa de la vida de todos, mucho más, como es lógico, de la vida de los humildes, como dice también el salmista: “Dios salva la vida de los pobres” (Sal. 72, 13).

Por eso Jesús se preocupa de los necesitados y es compasivo, como con la mujer viuda que en Naín llora amargamente la muerte de su único hijo. (Lc. 7, 11-17) y siente una gran compasión por ella. Sentir compasión, es sufrir con el que sufre, padecer con el que padece, devolverle la sonrisa a quien llora; por eso le dice a la mujer: “No llores” (Lc. 7,13).

Es ser solidario ante el dolor ajeno, como lo hizo el buen samaritano ante el herido en la vera del camino (Lc. 10, 33-37). Es animar en la esperanza y hacer brillar la luz allí donde todo parece oscuridad y muerte. Por eso, Jesús, se acercó, tocó el féretro… y le dijo: “Joven, a ti te lo digo: Levántate… y se lo dio a su madre” (Lc. 7, 12-15).

Jesús, como siempre, está allí junto a quien más le necesita, junto al que llora su dolor, junto al pobre y con todo aquel que sufre y no puede llevar una vida digna.

Jesús nunca es insensible ante el dolor y el llanto de los demás. Su palabra y su vida siempre están al servicio de quienes lo pasan mal.
Jesús siempre es misericordioso, como su Padre. Jesús transforma la muerte del hijo único de la viuda de Naín en vida, recrea lo que estaba destruido (Lc. 7, 15); vence lo que parecía no poder vencerse: La muerte.

Jesús convierte la tristeza de una madre, causada por la muerte de su hijo, en una profunda alegría al reencontrarse con su hijo vivo; y todos cuantos vieron eso, decían: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo” (Luc. 7, 16-17).
Con este gesto de Jesús se hacen realidad sus mismas palabras: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn. 11, 25). “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10, 10).

Para Jesús, lo mismo que para su Padre Dios, la vida es el tesoro más importante que tenemos que guardar. Por eso hoy nos llama como Él a optar por la vida y por todo cuanto la desarrolla y la lleva a su plenitud.

La Iglesia, todo cristiano, tiene que ser profeta y misionero de la vida y de la misericordia. Allí donde hay necesidad, dolor y tristeza, es donde el amor, la compasión, la misericordia, los grandes valores que vivió Jesús, los que pueden cambiar este mundo nuestro inhumano. Hoy más que nunca tenemos el compromiso de apostar por la vida, la misericordia y la compasión.

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